Buscar este blog

lunes, 31 de octubre de 2016

Cortometraje, Adaptación del cuento La siesta del martes


Cortometraje; adaptación del cuento La siesta del martes de Gabriel García Márquez


Nuevas felicitaciones al grupo de 5° Biológico 1 


viernes, 28 de octubre de 2016

Regreso al Aqueronte - Héctor Galmés

REGRESO AL AQUERONTE

Caronte: Escuchad en qué situación nos encontramos. Pequeña es, como veis, la barquichuela de que disponemos, está un tanto carcomida, hace agua por casi todas partes, y, si se inclina a uno u otro lado, irá boca abajo. En cuanto a vosotros, ¡sois tantos los que habéis llegado a un tiempo, todos con abundante equipaje! Si embarcáis con ello, temo que os arrepintáis después, especialmente todos aquellos que no sabéis nadar.
LUCIANO, Diálogos de los Muertos, X.

Lo volvió a ver desde lo alto de las dunas; recién entonces reparó en el color violáceo que contrasta con el ocre pálido de las colinas de arena, que parecen inmóviles, pero que son empujadas muy lentamente por el viento débil e incesante. Le pareció un vino derramado y triste. Si alguien le hubiera preguntado antes por el color del río, no hubiese sabido contestar con certeza, pues conservaba un recuerdo borroso. Habría dicho que era pardo, o gris oscuro, o un agua sucia de color indefinido en la que flotaban restos de naufragios. Pero jamás color de vino. Tal vez había cambiado con el tiempo. El viento rizaba apenas la superficie. Linfa espesa, río muerto, casi pantano. Si no fuera por los maderos que se movían pesadamente hacia la curva pronunciada en la que el río desaparecía tras las dunas, se diría que no tenía corriente. Verlo otra vez, no le produjo ni pena ni alegría; tampoco sintió demasiada curiosidad por averiguar quiénes eran aquellos que se agolpaban en la otra orilla a la espera de la barca. Abundaban los rostros ensangrentados y cubiertos de vendajes, los cuerpos mutilados. Algunos estaban completamente desnudos, otros, envueltos por largas capas. Los veía con nitidez a pesar de la distancia. Desde que se encontraba allí sufría de miopía como todos los que han cruzado el río. Por eso no podía distinguir con claridad los detalles próximos. A menos de tres brazas los rostros se desdibujaban por completo, pero a medida que aumenta la distancia, los contornos se aclaran, aunque ya no es posible reparar en los detalles. Todos parecen tener la misma cara, la misma voz, el mismo color terroso.
Hubiera jurado que la distancia entre una y otra orilla era mayor, al menos eso le había parecido cuando esperaba la barca. No podía imaginar cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Cinco, diez, einticinco años… Carecía de referencias; había perdido la noción del tiempo.
El cruce lo había hecho en compañía de un leproso, una monja, una madre muy joven con su hijo recién nacido, dos prostitutas, un sastre de París, un sodomita calcinado, un banquero de Granada, una niña que cantaba loores a la Virgen, y algunos otros que había olvidado. Él fue el único poeta en ese viaje. A pesar de los esfuerzos enormes del barquero gigantesco, inexpresivo y pálido, la barca apenas se movía. La ansiedad por alcanzar la otra orilla para emprender el largo camino que lo condujera ante la presencia de la Amada, le hizo pensar que jamás llegaría a la playa, siempre distante, rodeada por altas dunas. Mientras la niña repetía hasta el cansancio su breve repertorio de loores, el poeta repasaba mentalmente el mapa del otro mundo, círculo por círculo, en cuyo relevamiento había perdido los mejores años de su vida, hurgando aquí y allá, sin desdeñar las fuentes griegas ni las musulmanas, en procura de datos fidedignos. Contrariamente a lo que había soñado alguna vez, nadie lo guiaba. El baequero, solícito en contestar cualquier pregunta que le hicieran, le aseguró que no necesitaría guía. Pensó el poeta que el camino no ofrecería demasiadas dificultades, y que ascendería a la Luz y a la visión arrobadora, poco a poco, y durante el tiempo necesario para purificar el alma.
Por fin llegaron. Los viajeros se dispersaron entre las dunas, pero el poeta se detuvo en la playa, la mirada clavada en una huella de la niña que se alejaba cantando. Con el mentón apoyado en una mano, dedicó sus primeros pensamientos a la Amada que lo esperaría en la cima del Purgatorio. Emprendió la marcha, lo recordaba bien, detrás del leproso que, con los brasos extendidos, invocaba a San Francisco. Cuando el leproso desapareció en una hondonada, el poeta volvió a sentir el placer de la soledad. Advirtió una leve molestia en los ojos, los cerró en procura de alivio, y repasó una vez más el itinerario que habría de seguir. Al abrirlos, comprobó que su visión de las cosas próximas (su túnica, sus miembros, la arena que pisaba), había disminuido considerablemente. Lo interpretó como un anuncio de que, en adelante, solo la visión de lo distante y elevado era lo que importaba, sin sospechar que eso llegaría a ser la causa de sus principales angustias. Traspuso varias dunas, entre los que vio algunos grupos silenciosos; se acercó a ellos, pero a medida que se aproximaba se le iban borrando los rostros. Preguntó por el camino, pero nadie entendía su lengua. Más adelante encontró a un anciano sentado sobre un montículo, que le contestó en latín que no había camino. No le creyó, y continuó la marcha hasta las últimas elevaciones desde donde divisó la llanura, la interminable llanura cubierta por una multitud abigarrada, como jamás hubiera imaginado. Algunos permanecían inmóviles, otros, tal vez los recién llegados, se movían con afán en busca de alguien. Un rumor, como el de un trueno distante y prolongado, subía hasta el poeta para ahogarle las esperanzas. Ella estaba entre la multitud, sin duda, ¿pero cómo encontrarla? Envidiaba a los pocos que permanecían abrazados, eternamente abrazados después de un encuentro fortuito. Más allá del horizonte lívido, apenas visible a la luz mortecina e invariable, de origen desconocido, la muchedumbre se extendería hacia límites insospechados. Descendió deprisa para confundirse con la humanidad pretérita, y anduvo y anduvo sin que en su corazón se disipara totalmente la esperanza de encontrar a la Amada. Iba gritando su nombre; muchas mujeres acudieron, y aunque no distinguía sus rasgos, no tardaba en comprobar que no era ninguna de aquellas. Caminó, no supo cuánto, porque no era posible medir ni el tiempo ni el espacio, caminó hasta que la muchedumbre fue raleando; hasta que dentro del círculo del horizonte no hubo más que medio centenar de almas, luego fueron veinte (podía contarlas sin dificultad); hasta que no hubo más que él y una figura encorvada que se perdía a lo lejos. Cuando quedó completamente solo en medio de la llanura, quiso rezar, pero no supo a quién.
Siguió caminando sin rumbo. Era lo mismo que quedarse inmóvil. Para sobrellevar el tedio, repasaba verso a verso su geografía rimada del otro mundo, el que él había imaginado y tuvo por cierto durante su vida terrena. Solo había acertado en lo que tenía que ver con el río y el barquero. Jamás hubiera soñado que lo esperarían una muchedumbre sin rostro y un desierto.
Anduvo sin parecerle que andaba, hasta que divisó a, lo lejos a un hombre que corría perseguido por otro. La distancia entre ambos era constante, aproximadamente media milla. Corrían en amplios círculos sin alcanzarse. Cualquiera de los dos podía ser el perseguido o el perseguidor. El poeta llegó a contar ochenta y siete vueltas antes de que se perdieran en cualquier punto del horizonte. Supuso que serían Caín y Abel.
Más adelante aparecieron otras figuras aisladas y, luego, grupos más numerosos hasta que volvió a encontrarse en medio de la muchedumbre. Cuando advirtió que algunos caminaban afanosamente en el sentido contrario al que llevaban sus pasos, se dio cuenta de que se hallaba cerca del Aqueronte.
Lo volvió a ver desde lo alto de las dunas. Nada había cambiado – creyó al principio - , desde aquel viaje en que la niñita cantaba loores y el leproso se consolaba comprobando la inmaterialidad de sus llagas. Bajó hasta la orilla y reconoció la barca que lo había traído, con un rumbo en el casco, cerca de la proa. Los restos de otra barca, con el mástil quebrado y la vela hecha jirones, emergían de la arena. A esa la recordaba bien. Ya estaba allí cuando llegó desde la orilla opuesta, donde ahora se agolpaba una multitud en la que abundaban los cuerpos ensangrentados o mutilados. Se preguntó cómo harían ahora para cruzar el río. Acaso el barquero había abandonado su penoso oficio al quedarse sin barca; tal vez tenía otra y seguía una ruta diferente, pues las dunas habían avanzado sobre esa parte de la costa. En efecto, la otra barca no tardó en aparecer por un recodo. Era más grande y oscura que las otras y tenía casco de metal. También un mástil, pero la vela no era de tela sino de humo. No acertaba a explicárselo. El barquero parecía el mismo, tan pálido e inexpresivo como antes. Pero no empuñaba el remo, sino que iba parado en la popa, haciendo girar lentamente una rueda vertical. De pronto el poeta sintió un estremecimiento; era la primera emoción que experimentaba desde que el cura le había administrado la extremaunción: sobre el casco oxidado creyó leer el nombre de la Amada. El lapso que demoró el barquero en recoger a los desdichados y volver, le pareció la eternidad. Caminó hasta el lugar donde supuso que desembarcarían. Lo animaba el deseo de develar el misterio de aquel nombre.
Apenas el barquero echó el ancla, los más jóvenes, sin esperar que fuera colocada la rampa entre la borda y el muelle de madera, se descolgaron por los costados y, con el agua hasta la cintura, avanzaron hacia la playa, queriendo ser los primeros en subir a las dunas para ver el paraíso. Ninguno de los que se detuvieron un momento a contemplar el contorno entendió cabalmente los términos con que se expresaba el poeta, aunque más de uno parecía hablar la misma lengua. Por un romanista alemán que se lo explicó en un latín impecable, el poeta se enteró de que Europa se hallaba asolada por una contienda sangrienta. Se asombró al oír el año de la fecha: 1916. Habían transcurrido seis siglos.
Sin responder a las preguntas del profesor, se internó en las aguas con las manos extendidas hacia el nombre en relieve. Pero a medida que se acercaba las letras se volvían borrosas para confundirse en una mancha larga y blanquecina. Las repasó una y otra vez con los extremos de los dedos, y comprobó al fin que no era el nombre de la Amada, sino el de una estrella de la constelación de Orión: Bellatrix. Aquel nombre palpado alimentó sus sueños. Avivó en su mente el gusto por los símbolos.
Amó la nave y le pidió al barquero que lo dejara quedarse en ella. Su asombro fue inmenso al enterarse de que la nave no era impulsada por el viento ni por el remo, sino por el prodigio de la llama y poder revivir en ella las infinitas imágenes soñadas.
Se sentía dichoso cuando recorría la playa recogiendo los maderos traídos por el río que descendía del Océano, y que después eran arrojados por su mano en el fogón de la caldera.
Se hicieron amigos con el barquero, que nunca había tenido con quien conversar cuando iba a buscar a los que esperan en la otra orilla.
El barquero recuerda a cada uno de los viajeros; cuando ambos descansan un poco, después de cada travesía, sentados sobre el casco roto de la vieja barca, en la que viajó el poeta y antes la Amada, el poeta le pide al barquero que se la describa. Y el barquero repite una y otra vez las mismas palabras, y el poeta cierra los ojos y la ve sentada entre el verdugo y la loca. La joven canta a media voz, mientras sus dedos juegan con los rizos que caen sobre el sudario. El poeta le pide al barquero que suprima al verdugo  y a la loca; pero el barquero insiste en que no es posible, porque si no menciona a cada uno, los olvida y si los olvida es lo mismo que si nunca hubieran viajado con él; de modo que la loca y el verdugo volverían a aparecer entre los que esperan en la otra orilla, porque tienen que figurar en la nómina de los muertos que guarda en su memoria.
-       Entonces, barquero, no la menciones a Ella. Olvídala, te lo suplico, barquero.
El barquero guarda silencio, y echa a andar hacia el vaporcito. Ha llegado el momento de zarpar nuevamente. Al promediar la distancia entre las dos orillas, el poeta emerge del casco, se acerca al timón y le dice al barquero.
-       Cuéntame, barquero.
Y él empieza a contar.
-       Recuerdo que en el viaje crucé a un obispo, tres gibelinos, dos güelfos, un vendedor de cestas, dos moros, una familia de campesinos, un príncipe chino, y también un verdugo y una loca. Lo extraño es que entre la loca y el verdugo había un lugar vacío, y yo nunca permití que quedaran lugares vacíos entre quienes viajaban en mi barca.



Galmés, Héctor. Narraciones Completas; La noche del día menos pensado. Ed. Banda Oriental S.R.L. Montevideo. Año 2011

jueves, 6 de octubre de 2016

La pradera. Cortometraje. Adaptación 5°B1


Felicitaciones al grupo 5° Biológico I!!!

Por suerte, los alumnos me sorprenden cada vez más, las creaciones que son capaces de hacer.
Un muy buen trabajo, con un plus, por el tiempo extra que les infirió.
Valoro el hecho de que aún concurriendo a un nocturno, luego de trabajar muchas horas y teniendo otras tantas ocupaciones, puedan hacer estos trabajos maravillosos.