REGRESO
AL AQUERONTE
Caronte: Escuchad en qué situación nos encontramos. Pequeña
es, como veis, la barquichuela de que disponemos, está un tanto carcomida, hace
agua por casi todas partes, y, si se inclina a uno u otro lado, irá boca abajo.
En cuanto a vosotros, ¡sois tantos los que habéis llegado a un tiempo, todos
con abundante equipaje! Si embarcáis con ello, temo que os arrepintáis después,
especialmente todos aquellos que no sabéis nadar.
LUCIANO, Diálogos de los Muertos, X.
Lo volvió
a ver desde lo alto de las dunas; recién entonces reparó en el color violáceo
que contrasta con el ocre pálido de las colinas de arena, que parecen
inmóviles, pero que son empujadas muy lentamente por el viento débil e
incesante. Le pareció un vino derramado y triste. Si alguien le hubiera
preguntado antes por el color del río, no hubiese sabido contestar con certeza,
pues conservaba un recuerdo borroso. Habría dicho que era pardo, o gris oscuro,
o un agua sucia de color indefinido en la que flotaban restos de naufragios. Pero
jamás color de vino. Tal vez había cambiado con el tiempo. El viento rizaba
apenas la superficie. Linfa espesa, río muerto, casi pantano. Si no fuera por
los maderos que se movían pesadamente hacia la curva pronunciada en la que el
río desaparecía tras las dunas, se diría que no tenía corriente. Verlo otra
vez, no le produjo ni pena ni alegría; tampoco sintió demasiada curiosidad por
averiguar quiénes eran aquellos que se agolpaban en la otra orilla a la espera
de la barca. Abundaban los rostros ensangrentados y cubiertos de vendajes, los
cuerpos mutilados. Algunos estaban completamente desnudos, otros, envueltos por
largas capas. Los veía con nitidez a pesar de la distancia. Desde que se
encontraba allí sufría de miopía como todos los que han cruzado el río. Por eso
no podía distinguir con claridad los detalles próximos. A menos de tres brazas
los rostros se desdibujaban por completo, pero a medida que aumenta la
distancia, los contornos se aclaran, aunque ya no es posible reparar en los
detalles. Todos parecen tener la misma cara, la misma voz, el mismo color
terroso.
Hubiera
jurado que la distancia entre una y otra orilla era mayor, al menos eso le
había parecido cuando esperaba la barca. No podía imaginar cuánto tiempo había
transcurrido desde entonces. Cinco, diez, einticinco años… Carecía de
referencias; había perdido la noción del tiempo.
El cruce
lo había hecho en compañía de un leproso, una monja, una madre muy joven con su
hijo recién nacido, dos prostitutas, un sastre de París, un sodomita calcinado,
un banquero de Granada, una niña que cantaba loores a la Virgen, y algunos
otros que había olvidado. Él fue el único poeta en ese viaje. A pesar de los
esfuerzos enormes del barquero gigantesco, inexpresivo y pálido, la barca
apenas se movía. La ansiedad por alcanzar la otra orilla para emprender el largo
camino que lo condujera ante la presencia de la Amada, le hizo pensar que jamás
llegaría a la playa, siempre distante, rodeada por altas dunas. Mientras la
niña repetía hasta el cansancio su breve repertorio de loores, el poeta
repasaba mentalmente el mapa del otro mundo, círculo por círculo, en cuyo
relevamiento había perdido los mejores años de su vida, hurgando aquí y allá,
sin desdeñar las fuentes griegas ni las musulmanas, en procura de datos
fidedignos. Contrariamente a lo que había soñado alguna vez, nadie lo guiaba. El
baequero, solícito en contestar cualquier pregunta que le hicieran, le aseguró
que no necesitaría guía. Pensó el poeta que el camino no ofrecería demasiadas
dificultades, y que ascendería a la Luz y a la visión arrobadora, poco a poco,
y durante el tiempo necesario para purificar el alma.
Por fin
llegaron. Los viajeros se dispersaron entre las dunas, pero el poeta se detuvo
en la playa, la mirada clavada en una huella de la niña que se alejaba
cantando. Con el mentón apoyado en una mano, dedicó sus primeros pensamientos a
la Amada que lo esperaría en la cima del Purgatorio. Emprendió la marcha, lo
recordaba bien, detrás del leproso que, con los brasos extendidos, invocaba a
San Francisco. Cuando el leproso desapareció en una hondonada, el poeta volvió
a sentir el placer de la soledad. Advirtió una leve molestia en los ojos, los
cerró en procura de alivio, y repasó una vez más el itinerario que habría de
seguir. Al abrirlos, comprobó que su visión de las cosas próximas (su túnica,
sus miembros, la arena que pisaba), había disminuido considerablemente. Lo interpretó
como un anuncio de que, en adelante, solo la visión de lo distante y elevado
era lo que importaba, sin sospechar que eso llegaría a ser la causa de sus
principales angustias. Traspuso varias dunas, entre los que vio algunos grupos
silenciosos; se acercó a ellos, pero a medida que se aproximaba se le iban
borrando los rostros. Preguntó por el camino, pero nadie entendía su lengua. Más
adelante encontró a un anciano sentado sobre un montículo, que le contestó en
latín que no había camino. No le creyó, y continuó la marcha hasta las últimas
elevaciones desde donde divisó la llanura, la interminable llanura cubierta por
una multitud abigarrada, como jamás hubiera imaginado. Algunos permanecían
inmóviles, otros, tal vez los recién llegados, se movían con afán en busca de
alguien. Un rumor, como el de un trueno distante y prolongado, subía hasta el
poeta para ahogarle las esperanzas. Ella estaba entre la multitud, sin duda,
¿pero cómo encontrarla? Envidiaba a los pocos que permanecían abrazados,
eternamente abrazados después de un encuentro fortuito. Más allá del horizonte
lívido, apenas visible a la luz mortecina e invariable, de origen desconocido,
la muchedumbre se extendería hacia límites insospechados. Descendió deprisa
para confundirse con la humanidad pretérita, y anduvo y anduvo sin que en su
corazón se disipara totalmente la esperanza de encontrar a la Amada. Iba gritando
su nombre; muchas mujeres acudieron, y aunque no distinguía sus rasgos, no
tardaba en comprobar que no era ninguna de aquellas. Caminó, no supo cuánto,
porque no era posible medir ni el tiempo ni el espacio, caminó hasta que la muchedumbre
fue raleando; hasta que dentro del círculo del horizonte no hubo más que medio
centenar de almas, luego fueron veinte (podía contarlas sin dificultad); hasta
que no hubo más que él y una figura encorvada que se perdía a lo lejos. Cuando quedó
completamente solo en medio de la llanura, quiso rezar, pero no supo a quién.
Siguió
caminando sin rumbo. Era lo mismo que quedarse inmóvil. Para sobrellevar el
tedio, repasaba verso a verso su geografía rimada del otro mundo, el que él
había imaginado y tuvo por cierto durante su vida terrena. Solo había acertado
en lo que tenía que ver con el río y el barquero. Jamás hubiera soñado que lo
esperarían una muchedumbre sin rostro y un desierto.
Anduvo
sin parecerle que andaba, hasta que divisó a, lo lejos a un hombre que corría
perseguido por otro. La distancia entre ambos era constante, aproximadamente
media milla. Corrían en amplios círculos sin alcanzarse. Cualquiera de los dos
podía ser el perseguido o el perseguidor. El poeta llegó a contar ochenta y
siete vueltas antes de que se perdieran en cualquier punto del horizonte. Supuso
que serían Caín y Abel.
Más adelante
aparecieron otras figuras aisladas y, luego, grupos más numerosos hasta que
volvió a encontrarse en medio de la muchedumbre. Cuando advirtió que algunos
caminaban afanosamente en el sentido contrario al que llevaban sus pasos, se
dio cuenta de que se hallaba cerca del Aqueronte.
Lo volvió
a ver desde lo alto de las dunas. Nada había cambiado – creyó al principio - ,
desde aquel viaje en que la niñita cantaba loores y el leproso se consolaba
comprobando la inmaterialidad de sus llagas. Bajó hasta la orilla y reconoció
la barca que lo había traído, con un rumbo en el casco, cerca de la proa. Los restos
de otra barca, con el mástil quebrado y la vela hecha jirones, emergían de la arena.
A esa la recordaba bien. Ya estaba allí cuando llegó desde la orilla opuesta,
donde ahora se agolpaba una multitud en la que abundaban los cuerpos
ensangrentados o mutilados. Se preguntó cómo harían ahora para cruzar el río. Acaso
el barquero había abandonado su penoso oficio al quedarse sin barca; tal vez
tenía otra y seguía una ruta diferente, pues las dunas habían avanzado sobre
esa parte de la costa. En efecto, la otra barca no tardó en aparecer por un
recodo. Era más grande y oscura que las otras y tenía casco de metal. También un
mástil, pero la vela no era de tela sino de humo. No acertaba a explicárselo. El
barquero parecía el mismo, tan pálido e inexpresivo como antes. Pero no
empuñaba el remo, sino que iba parado en la popa, haciendo girar lentamente una
rueda vertical. De pronto el poeta sintió un estremecimiento; era la primera
emoción que experimentaba desde que el cura le había administrado la
extremaunción: sobre el casco oxidado creyó leer el nombre de la Amada. El
lapso que demoró el barquero en recoger a los desdichados y volver, le pareció
la eternidad. Caminó hasta el lugar donde supuso que desembarcarían. Lo animaba
el deseo de develar el misterio de aquel nombre.
Apenas
el barquero echó el ancla, los más jóvenes, sin esperar que fuera colocada la
rampa entre la borda y el muelle de madera, se descolgaron por los costados y,
con el agua hasta la cintura, avanzaron hacia la playa, queriendo ser los
primeros en subir a las dunas para ver el paraíso. Ninguno de los que se
detuvieron un momento a contemplar el contorno entendió cabalmente los términos
con que se expresaba el poeta, aunque más de uno parecía hablar la misma
lengua. Por un romanista alemán que se lo explicó en un latín impecable, el
poeta se enteró de que Europa se hallaba asolada por una contienda sangrienta. Se
asombró al oír el año de la fecha: 1916. Habían transcurrido seis siglos.
Sin responder
a las preguntas del profesor, se internó en las aguas con las manos extendidas
hacia el nombre en relieve. Pero a medida que se acercaba las letras se volvían
borrosas para confundirse en una mancha larga y blanquecina. Las repasó una y
otra vez con los extremos de los dedos, y comprobó al fin que no era el nombre
de la Amada, sino el de una estrella de la constelación de Orión: Bellatrix. Aquel
nombre palpado alimentó sus sueños. Avivó en su mente el gusto por los
símbolos.
Amó la
nave y le pidió al barquero que lo dejara quedarse en ella. Su asombro fue
inmenso al enterarse de que la nave no era impulsada por el viento ni por el
remo, sino por el prodigio de la llama y poder revivir en ella las infinitas
imágenes soñadas.
Se sentía
dichoso cuando recorría la playa recogiendo los maderos traídos por el río que
descendía del Océano, y que después eran arrojados por su mano en el fogón de
la caldera.
Se hicieron
amigos con el barquero, que nunca había tenido con quien conversar cuando iba a
buscar a los que esperan en la otra orilla.
El barquero
recuerda a cada uno de los viajeros; cuando ambos descansan un poco, después de
cada travesía, sentados sobre el casco roto de la vieja barca, en la que viajó
el poeta y antes la Amada, el poeta le pide al barquero que se la describa. Y el
barquero repite una y otra vez las mismas palabras, y el poeta cierra los ojos
y la ve sentada entre el verdugo y la loca. La joven canta a media voz,
mientras sus dedos juegan con los rizos que caen sobre el sudario. El poeta le
pide al barquero que suprima al verdugo
y a la loca; pero el barquero insiste en que no es posible, porque si no
menciona a cada uno, los olvida y si los olvida es lo mismo que si nunca
hubieran viajado con él; de modo que la loca y el verdugo volverían a aparecer
entre los que esperan en la otra orilla, porque tienen que figurar en la nómina
de los muertos que guarda en su memoria.
- Entonces,
barquero, no la menciones a Ella. Olvídala, te lo suplico, barquero.
El barquero
guarda silencio, y echa a andar hacia el vaporcito. Ha llegado el momento de
zarpar nuevamente. Al promediar la distancia entre las dos orillas, el poeta
emerge del casco, se acerca al timón y le dice al barquero.
- Cuéntame,
barquero.
Y él
empieza a contar.
- Recuerdo
que en el viaje crucé a un obispo, tres gibelinos, dos güelfos, un vendedor de
cestas, dos moros, una familia de campesinos, un príncipe chino, y también un
verdugo y una loca. Lo extraño es que entre la loca y el verdugo había un lugar
vacío, y yo nunca permití que quedaran lugares vacíos entre quienes viajaban en
mi barca.
Galmés, Héctor. Narraciones Completas; La noche del día
menos pensado. Ed. Banda Oriental S.R.L. Montevideo. Año 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario