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lunes, 31 de octubre de 2016

Cortometraje, Adaptación del cuento La siesta del martes


Cortometraje; adaptación del cuento La siesta del martes de Gabriel García Márquez


Nuevas felicitaciones al grupo de 5° Biológico 1 


viernes, 28 de octubre de 2016

Regreso al Aqueronte - Héctor Galmés

REGRESO AL AQUERONTE

Caronte: Escuchad en qué situación nos encontramos. Pequeña es, como veis, la barquichuela de que disponemos, está un tanto carcomida, hace agua por casi todas partes, y, si se inclina a uno u otro lado, irá boca abajo. En cuanto a vosotros, ¡sois tantos los que habéis llegado a un tiempo, todos con abundante equipaje! Si embarcáis con ello, temo que os arrepintáis después, especialmente todos aquellos que no sabéis nadar.
LUCIANO, Diálogos de los Muertos, X.

Lo volvió a ver desde lo alto de las dunas; recién entonces reparó en el color violáceo que contrasta con el ocre pálido de las colinas de arena, que parecen inmóviles, pero que son empujadas muy lentamente por el viento débil e incesante. Le pareció un vino derramado y triste. Si alguien le hubiera preguntado antes por el color del río, no hubiese sabido contestar con certeza, pues conservaba un recuerdo borroso. Habría dicho que era pardo, o gris oscuro, o un agua sucia de color indefinido en la que flotaban restos de naufragios. Pero jamás color de vino. Tal vez había cambiado con el tiempo. El viento rizaba apenas la superficie. Linfa espesa, río muerto, casi pantano. Si no fuera por los maderos que se movían pesadamente hacia la curva pronunciada en la que el río desaparecía tras las dunas, se diría que no tenía corriente. Verlo otra vez, no le produjo ni pena ni alegría; tampoco sintió demasiada curiosidad por averiguar quiénes eran aquellos que se agolpaban en la otra orilla a la espera de la barca. Abundaban los rostros ensangrentados y cubiertos de vendajes, los cuerpos mutilados. Algunos estaban completamente desnudos, otros, envueltos por largas capas. Los veía con nitidez a pesar de la distancia. Desde que se encontraba allí sufría de miopía como todos los que han cruzado el río. Por eso no podía distinguir con claridad los detalles próximos. A menos de tres brazas los rostros se desdibujaban por completo, pero a medida que aumenta la distancia, los contornos se aclaran, aunque ya no es posible reparar en los detalles. Todos parecen tener la misma cara, la misma voz, el mismo color terroso.
Hubiera jurado que la distancia entre una y otra orilla era mayor, al menos eso le había parecido cuando esperaba la barca. No podía imaginar cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Cinco, diez, einticinco años… Carecía de referencias; había perdido la noción del tiempo.
El cruce lo había hecho en compañía de un leproso, una monja, una madre muy joven con su hijo recién nacido, dos prostitutas, un sastre de París, un sodomita calcinado, un banquero de Granada, una niña que cantaba loores a la Virgen, y algunos otros que había olvidado. Él fue el único poeta en ese viaje. A pesar de los esfuerzos enormes del barquero gigantesco, inexpresivo y pálido, la barca apenas se movía. La ansiedad por alcanzar la otra orilla para emprender el largo camino que lo condujera ante la presencia de la Amada, le hizo pensar que jamás llegaría a la playa, siempre distante, rodeada por altas dunas. Mientras la niña repetía hasta el cansancio su breve repertorio de loores, el poeta repasaba mentalmente el mapa del otro mundo, círculo por círculo, en cuyo relevamiento había perdido los mejores años de su vida, hurgando aquí y allá, sin desdeñar las fuentes griegas ni las musulmanas, en procura de datos fidedignos. Contrariamente a lo que había soñado alguna vez, nadie lo guiaba. El baequero, solícito en contestar cualquier pregunta que le hicieran, le aseguró que no necesitaría guía. Pensó el poeta que el camino no ofrecería demasiadas dificultades, y que ascendería a la Luz y a la visión arrobadora, poco a poco, y durante el tiempo necesario para purificar el alma.
Por fin llegaron. Los viajeros se dispersaron entre las dunas, pero el poeta se detuvo en la playa, la mirada clavada en una huella de la niña que se alejaba cantando. Con el mentón apoyado en una mano, dedicó sus primeros pensamientos a la Amada que lo esperaría en la cima del Purgatorio. Emprendió la marcha, lo recordaba bien, detrás del leproso que, con los brasos extendidos, invocaba a San Francisco. Cuando el leproso desapareció en una hondonada, el poeta volvió a sentir el placer de la soledad. Advirtió una leve molestia en los ojos, los cerró en procura de alivio, y repasó una vez más el itinerario que habría de seguir. Al abrirlos, comprobó que su visión de las cosas próximas (su túnica, sus miembros, la arena que pisaba), había disminuido considerablemente. Lo interpretó como un anuncio de que, en adelante, solo la visión de lo distante y elevado era lo que importaba, sin sospechar que eso llegaría a ser la causa de sus principales angustias. Traspuso varias dunas, entre los que vio algunos grupos silenciosos; se acercó a ellos, pero a medida que se aproximaba se le iban borrando los rostros. Preguntó por el camino, pero nadie entendía su lengua. Más adelante encontró a un anciano sentado sobre un montículo, que le contestó en latín que no había camino. No le creyó, y continuó la marcha hasta las últimas elevaciones desde donde divisó la llanura, la interminable llanura cubierta por una multitud abigarrada, como jamás hubiera imaginado. Algunos permanecían inmóviles, otros, tal vez los recién llegados, se movían con afán en busca de alguien. Un rumor, como el de un trueno distante y prolongado, subía hasta el poeta para ahogarle las esperanzas. Ella estaba entre la multitud, sin duda, ¿pero cómo encontrarla? Envidiaba a los pocos que permanecían abrazados, eternamente abrazados después de un encuentro fortuito. Más allá del horizonte lívido, apenas visible a la luz mortecina e invariable, de origen desconocido, la muchedumbre se extendería hacia límites insospechados. Descendió deprisa para confundirse con la humanidad pretérita, y anduvo y anduvo sin que en su corazón se disipara totalmente la esperanza de encontrar a la Amada. Iba gritando su nombre; muchas mujeres acudieron, y aunque no distinguía sus rasgos, no tardaba en comprobar que no era ninguna de aquellas. Caminó, no supo cuánto, porque no era posible medir ni el tiempo ni el espacio, caminó hasta que la muchedumbre fue raleando; hasta que dentro del círculo del horizonte no hubo más que medio centenar de almas, luego fueron veinte (podía contarlas sin dificultad); hasta que no hubo más que él y una figura encorvada que se perdía a lo lejos. Cuando quedó completamente solo en medio de la llanura, quiso rezar, pero no supo a quién.
Siguió caminando sin rumbo. Era lo mismo que quedarse inmóvil. Para sobrellevar el tedio, repasaba verso a verso su geografía rimada del otro mundo, el que él había imaginado y tuvo por cierto durante su vida terrena. Solo había acertado en lo que tenía que ver con el río y el barquero. Jamás hubiera soñado que lo esperarían una muchedumbre sin rostro y un desierto.
Anduvo sin parecerle que andaba, hasta que divisó a, lo lejos a un hombre que corría perseguido por otro. La distancia entre ambos era constante, aproximadamente media milla. Corrían en amplios círculos sin alcanzarse. Cualquiera de los dos podía ser el perseguido o el perseguidor. El poeta llegó a contar ochenta y siete vueltas antes de que se perdieran en cualquier punto del horizonte. Supuso que serían Caín y Abel.
Más adelante aparecieron otras figuras aisladas y, luego, grupos más numerosos hasta que volvió a encontrarse en medio de la muchedumbre. Cuando advirtió que algunos caminaban afanosamente en el sentido contrario al que llevaban sus pasos, se dio cuenta de que se hallaba cerca del Aqueronte.
Lo volvió a ver desde lo alto de las dunas. Nada había cambiado – creyó al principio - , desde aquel viaje en que la niñita cantaba loores y el leproso se consolaba comprobando la inmaterialidad de sus llagas. Bajó hasta la orilla y reconoció la barca que lo había traído, con un rumbo en el casco, cerca de la proa. Los restos de otra barca, con el mástil quebrado y la vela hecha jirones, emergían de la arena. A esa la recordaba bien. Ya estaba allí cuando llegó desde la orilla opuesta, donde ahora se agolpaba una multitud en la que abundaban los cuerpos ensangrentados o mutilados. Se preguntó cómo harían ahora para cruzar el río. Acaso el barquero había abandonado su penoso oficio al quedarse sin barca; tal vez tenía otra y seguía una ruta diferente, pues las dunas habían avanzado sobre esa parte de la costa. En efecto, la otra barca no tardó en aparecer por un recodo. Era más grande y oscura que las otras y tenía casco de metal. También un mástil, pero la vela no era de tela sino de humo. No acertaba a explicárselo. El barquero parecía el mismo, tan pálido e inexpresivo como antes. Pero no empuñaba el remo, sino que iba parado en la popa, haciendo girar lentamente una rueda vertical. De pronto el poeta sintió un estremecimiento; era la primera emoción que experimentaba desde que el cura le había administrado la extremaunción: sobre el casco oxidado creyó leer el nombre de la Amada. El lapso que demoró el barquero en recoger a los desdichados y volver, le pareció la eternidad. Caminó hasta el lugar donde supuso que desembarcarían. Lo animaba el deseo de develar el misterio de aquel nombre.
Apenas el barquero echó el ancla, los más jóvenes, sin esperar que fuera colocada la rampa entre la borda y el muelle de madera, se descolgaron por los costados y, con el agua hasta la cintura, avanzaron hacia la playa, queriendo ser los primeros en subir a las dunas para ver el paraíso. Ninguno de los que se detuvieron un momento a contemplar el contorno entendió cabalmente los términos con que se expresaba el poeta, aunque más de uno parecía hablar la misma lengua. Por un romanista alemán que se lo explicó en un latín impecable, el poeta se enteró de que Europa se hallaba asolada por una contienda sangrienta. Se asombró al oír el año de la fecha: 1916. Habían transcurrido seis siglos.
Sin responder a las preguntas del profesor, se internó en las aguas con las manos extendidas hacia el nombre en relieve. Pero a medida que se acercaba las letras se volvían borrosas para confundirse en una mancha larga y blanquecina. Las repasó una y otra vez con los extremos de los dedos, y comprobó al fin que no era el nombre de la Amada, sino el de una estrella de la constelación de Orión: Bellatrix. Aquel nombre palpado alimentó sus sueños. Avivó en su mente el gusto por los símbolos.
Amó la nave y le pidió al barquero que lo dejara quedarse en ella. Su asombro fue inmenso al enterarse de que la nave no era impulsada por el viento ni por el remo, sino por el prodigio de la llama y poder revivir en ella las infinitas imágenes soñadas.
Se sentía dichoso cuando recorría la playa recogiendo los maderos traídos por el río que descendía del Océano, y que después eran arrojados por su mano en el fogón de la caldera.
Se hicieron amigos con el barquero, que nunca había tenido con quien conversar cuando iba a buscar a los que esperan en la otra orilla.
El barquero recuerda a cada uno de los viajeros; cuando ambos descansan un poco, después de cada travesía, sentados sobre el casco roto de la vieja barca, en la que viajó el poeta y antes la Amada, el poeta le pide al barquero que se la describa. Y el barquero repite una y otra vez las mismas palabras, y el poeta cierra los ojos y la ve sentada entre el verdugo y la loca. La joven canta a media voz, mientras sus dedos juegan con los rizos que caen sobre el sudario. El poeta le pide al barquero que suprima al verdugo  y a la loca; pero el barquero insiste en que no es posible, porque si no menciona a cada uno, los olvida y si los olvida es lo mismo que si nunca hubieran viajado con él; de modo que la loca y el verdugo volverían a aparecer entre los que esperan en la otra orilla, porque tienen que figurar en la nómina de los muertos que guarda en su memoria.
-       Entonces, barquero, no la menciones a Ella. Olvídala, te lo suplico, barquero.
El barquero guarda silencio, y echa a andar hacia el vaporcito. Ha llegado el momento de zarpar nuevamente. Al promediar la distancia entre las dos orillas, el poeta emerge del casco, se acerca al timón y le dice al barquero.
-       Cuéntame, barquero.
Y él empieza a contar.
-       Recuerdo que en el viaje crucé a un obispo, tres gibelinos, dos güelfos, un vendedor de cestas, dos moros, una familia de campesinos, un príncipe chino, y también un verdugo y una loca. Lo extraño es que entre la loca y el verdugo había un lugar vacío, y yo nunca permití que quedaran lugares vacíos entre quienes viajaban en mi barca.



Galmés, Héctor. Narraciones Completas; La noche del día menos pensado. Ed. Banda Oriental S.R.L. Montevideo. Año 2011

jueves, 6 de octubre de 2016

La pradera. Cortometraje. Adaptación 5°B1


Felicitaciones al grupo 5° Biológico I!!!

Por suerte, los alumnos me sorprenden cada vez más, las creaciones que son capaces de hacer.
Un muy buen trabajo, con un plus, por el tiempo extra que les infirió.
Valoro el hecho de que aún concurriendo a un nocturno, luego de trabajar muchas horas y teniendo otras tantas ocupaciones, puedan hacer estos trabajos maravillosos.  


martes, 13 de septiembre de 2016

HISTORIETA. LA NARRACIÓN CON VIÑETAS.


GRUPO 5° BIOLÓGICO 1 LICEO LIBERTAD

Material a tener en cuenta para la creación de la HISTORIETA:


https://iparador.wikispaces.com/file/view/TALLER+DE+VI%C3%91ETAS.pdf

http://traducircomics.blogspot.com.uy/2012/12/el-globo-o-bocadillo.html

CORTOMETRAJE: DE LA IDEA AL GUIÓN


GRUPO 5° BIOLÓGICO 1 LICEO LIBERTAD

Material a tener en cuenta para efectuar el cortometraje.


De la idea al guión

Evidentemente, antes de lanzarse a rodar un cortometraje, hay que tener claro qué es lo que pretende rodarse. Previamente al rodaje hay que partir de una idea, que sirva de punto inicial para un argumento, que a su vez se desarrolle en un guión literario con su división en secuencias y escenas.

LA IDEA:
Antes de escribir un guión, obviamente, hay que partir de una idea. La inspiración se encuentra por todas partes, simplemente hay que buscarla  y añadir después dosis importantes de trabajo. Una idea para un guión puede surgir de: un noticiero, la vida de un autor, una obra literaria etc.
En esta propuesta puntualmente se  deberá tomar como punto de partida un cuento  de cualquiera de los tres escritores trabajados durante la primer parte del año: Horacio Quiroga, Francisco Espínola o Julio Cortázar. Se valorará especialmente la selección de textos que no sean los ya  trabajados en clase, la innovación demostrará el interés del equipo por investigar en nuevas lecturas. Luego de seleccionado el texto podemos comenzar la construcción del guión literario.

GUIÓN LITERARIO:
Supone el desarrollo escrito de la historia alumbrada en la idea anterior. En el guión literario se plantan las bases sobre las que luego trabajará el equipo (sonido, producción, actores…). La escritura de un guión literario tiene gran parecido con la de una obra de teatro. La división teatral en actos y escenas con la descripción del contexto en que sucede la acción y los diálogos de los actores tiene su paralelismo, bastante cercano, en la división de secuencias y escenas de un guión literario.

  
1-    Las secuencias

Son las diferentes partes de una película que comparten una unidad en el tema. Es indiferente que una secuencia nos muestre lugares y momentos diferentes ya que su cohesión como tal viene dada por un mismo desarrollo temático (con sentido independiente por sí mismo) dentro de la trama general.

Ejemplo de secuencia:

La secuencia del hundimiento del barco en “Titanic” de James Cameron. Los actores cambian de lugar (se mueven por la cubierta, los camarotes, etc.) a lo largo de varios minutos y se enfrentan a diferentes situaciones. Sin embargo esa secuencia tiene un sentido por sí misma, una unidad temática. Desarrolla el tema “hundimiento del barco”. Es una pequeña película dentro de una mayor, formada a su vez por más pequeñas películas (llamadas secuencias) que desarrollan el resto de los temas que conforman la historia global.


2-    Las escenas

Cada secuencia se subdivide en escenas. Es decir, en momentos concretos de una unidad temática más extensa. Cada uno de esos momentos se distingue del anterior o del siguiente por cambios espaciales (de lugar) o temporales (de tiempo).

Ejemplo de escena:

Dentro de la ya mencionada secuencia del hundimiento de “Titanic” existen diferentes escenas: la del rescate de Leonardo Di Caprio atado en un camarote, la del vuelco del barco, etc. Son momentos puntuales de una secuencia que desarrolla un único tema.

  
¿CÓMO PRESENTAMOS EL GUIÓN LITERARIO?

1-    Desarrollo  la reconstrucción del argumento del cuento seleccionado.
2-    Comienzo   con la división de las secuencias y las escenas que las componen (en función de los cambios espacio-temporales antes descritos).
3-    Al inicio de cada escena debemos especificar si se desarrolla de día o de noche, en interiores o en el exterior,  realizando una detallada descripción del lugar en donde se desarrolla la acción.
4-    Especificación de los personajes que intervienen.
5-    Diálogo mantenido (si lo hubiere).
6-    Sonido existente (si lo hubiere)

ELEMENTOS IMPORTANTES A TENER EN CUENTA:

Hay cambios de escena cuando: hay cambio de personajes, de locación o de tiempo. Es decir, cuando se cambian los personajes en escena, cuando se pasa de un lugar a otro, o si es de día o de noche, etc.

Fuera del rodaje:
Debe haber:
-       Un guión  ESCRITO DE FORMA COMPARTIDA por todos los integrantes del equipo.
-       Un productor: este tiene básicamente dos responsabilidades: conseguir los lugares para el rodaje y la cámara.
-       Un vestuarista/maquillador/ estilista.
-       Utilero y escenógrafo.
-       Un editor: se encarga de hacer la edición una vez que el rodaje ha terminado.

En el rodaje:
Debe haber:
-       Un director: debe formar parte del equipo. Se encarga de todo lo que tiene que ver con el momento mismo del rodaje. Da directivas a los actores, decide sobre los planos, puede decidir cambiar elementos de escenografía y utilería, dirige, organiza la situación.
-       Actores: deben formar parte del equipo, su rol es interpretativo.

-       Asistentes: no es necesario que sean parte del equipo. Puede ser un compañero de clase, un familiar, un vecino o cualquier persona que esté dispuesta a colaborar.

Docentes: Florencia Reyes
Antonella Di Paulo
Sheila Corbo

domingo, 12 de junio de 2016

Macbeth, una adaptación particular


Felicitaciones!!!! Ante todo por la dedicación, el trabajo y esfuerzo que hay detrás de esta escenificación.

OMITAN los detalles de la MALA FILMACIÓN y ALGUNOS DESACIERTOS ACTORALES







Lamentablemente hay un fragmento que no aparece, pues la cámara se quedó sin pilas en medio del espectáculo.

EL "BACK STAGE"













martes, 7 de junio de 2016

Cuentos Gabriel García Márquez


 La siesta del martes



El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor.

—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.

La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido.


Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.

La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.

A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.

Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.

La mujer dejó de comer.

—Ponte los zapatos —dijo.

La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.

—Péinate —dijo.

El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.

—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.

La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.

No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.

Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta en plena calle.

Buscando siempre la protección de los almendros la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: “¿Quién es?” La mujer trató de ver a través de la red metálica.

—Necesito al padre —dijo.

—Ahora está durmiendo.

—Es urgente —insistió la mujer.

Su voz tenía una tenacidad reposada.

La puerta se entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color de hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los lentes.

—Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.

Entraron en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo, pero su madre permaneció de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percibía ningún ruido detrás del ventilador eléctrico.

La mujer de la casa apareció en la puerta del fondo.

—Dice que vuelvan después de las tres —dijo en voz muy baja—. Se acostó hace cinco minutos.

—El tren se va a las tres y media —dijo la mujer.

Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrió por primera vez.

—Bueno —dijo.

Cuando la puerta del fondo volvió a cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de madera que dividía la habitación había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Detrás estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer soltera.

La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. Sólo cuando se los puso pareció evidente que era hermano de la mujer que había abierto la puerta.

—¿Qué se le ofrece? —preguntó.

—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.

La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.

—Con este calor… —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol.

La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.

—¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.

—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.

—¿Quién?

—Carlos Centeno —repitió la mujer.

El padre siguió sin entender.

—Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.

El sacerdote la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja pedía a la mujer los datos de su identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó a sudar. La niña se desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.

Todo había empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por veintiocho años de soledad, localizó en la imaginación no sólo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero terriblemente fatigada: “Ay, mi madre”. El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.

—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.

—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.

El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas, como la niña imaginaba y como imaginaba la madre cuando era niña y como debió imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de San Pedro. Las descolgó, las puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el índice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.

—Firme aquí.

La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.
El párroco suspiró.

—¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?

La mujer contestó cuando acabó de firmar:

—Era un hombre muy bueno.

El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:

—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.

—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.

—Así es —confirmó la mujer—. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.

—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.

Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debían meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una limosna para la iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con atención, pero dio las gracias sin sonreír.

Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la calle. Ahora no sólo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonces comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.

—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.

Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.

—¿Qué fue? —preguntó él.

—La gente se ha dado cuenta.

—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.

—Es lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.

La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña la siguió.

—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.

—Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.

—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.

Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.



Un día de éstos



El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa, rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

—Papá.

—Qué.

—Dice el alcalde que si le sacas una muela.

—Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

—Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:

—Mejor.

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

—Papá.

—Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

—Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.

—Bueno —dijo—. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:

—Siéntese.

—Buenos días —dijo el alcalde.

—Buenos —dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

—Tiene que ser sin anestesia —dijo.

—¿Por qué?

—Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

—Está bien —dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:

—Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

—Séquese las lágrimas —dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielo raso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos.

—Acuéstese —dijo— y haga buches de agua de sal. —El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

—Me pasa la cuenta —dijo.

—¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:

  • Es la misma vaina.

Biblioteca Gabiel García Márquez. Los funerales de Mamá Grande. Ed. Sudamericana. Montevideo Uruguay




domingo, 29 de mayo de 2016

Complemento del parcial 5° Biológico


Calificaciones del complemento del primer parcial 5°Biológico


CI 4. 982. 643 - 3 NOTA 6
CI 4. 994. 569 - 7 NOTA 5
CI 4. 398. 786 - 7 NOTA 6
CI 4, 729. 653 - 7 NOTA 6
CI 4. 607. 348 - 5 NOTA 5
CI 4. 592. 509 - 5 NOTA 5
CI 4. 079. 654 - 6 NOTA 5

viernes, 27 de mayo de 2016

Las figuras mitológicas en La Divina Comedia


Grandes figuras mitológicas del Infierno dantesco


Caronte, en la mitología griega era quien guiaba a las almas pecaminosas en el cruce del Río Aqueronte, siempre y cuando tuvieran un óbolo para abonar su viaje (por ello los cadáveres en la Antigua Grecia se enterraban con una moneda en su boca o tapando sus ojos), quienes no pudieran pagar debían vagar cien años por las riberas del Río, transcurrido este tiempo Carón accedía a cruzarlas. En el infierno dantesco cumple la misma función, eludiendo el hecho del óbalo: 


Minos, rey de Creta cuya esposa lo engañó con un toro, y de su unión nació el nefasto Minotauro. Su función aquí es decidir el destino de todas las almas, indicando con su cola diabólica el círculo correspondiente para cada pecador:


El Can Cerbero, en la mitología era el perro de Hades, un monstruo de tres cabezas que vigilaba las puertas del Hades para que los muertos no pudieran salir y los vivos no pudieran entrar. En el Infierno dantesco, contribuye al castigo de los condenados, quienes son aturdidos por sus ladridos así como también son devorados por este, eternamente, dado que su "carne" se regenera constantemente:


Pluto, dios griego de la riqueza preside el círculo de los avaros y despilfarradores, lo resguarda y trata de impedir el paso a el protagonista y su guía:


Flegias, representa la cólera de los hombres, según la mitología, su hija Corónide fue raptada por Apolo, con el que concibe un hijo, sin embargo, esta le habría sido infiel al dios, quien reaccionó dándole muerte. esto llevó a que Flegias incendiara el templo de Apolo en Delfos.
En este infierno aparece como un nuevo remero que tendrá la función de trasladarlos sobre la laguna Estigia:



El Minotauro, preside el círculo destinado a los violentos, por expresar la brutalidad extrema. Figura célebre en la mitología griega, permaneció encerrado en cautiverio en el laberinto de Creta, engullendo a todos los que osaban ingresar en su hogar hasta que Teseo le dio muerte:
  

Gerión en la mitología griega era un monstruo gigante hijo de Crisaor y Calírroe. Aquí simboliza el pecado del fraude, posee una apariencia de hombre ecuánime, escondiendo una cola venenosa de serpiente. En sus espaldas Dante y Virgilio descienden a lo más bajo de los infiernos:




PROF. Sheila Corbo