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viernes, 25 de mayo de 2018

Mácbeth: análisis realizado por la profesora Paola De Nigris


Mácbeth (Análisis acto I)

Mácbeth: la trampa de la ambición

Análisis del Acto I (esc.III, V, VII)

Trabajo realizado por la Prof. Paola De Nigris

La tragedia de Mácbeth es la tragedia de la ambición desmedida, que convierte al hombre en un monstruo. El deseo de poder de Mácbeth lo lleva a cruzar la línea entre lo humano y lo bestial. Es el desequilibrio el gran tema de Shakespeare, un desequilibrio que proviene del interior del hombre. Ésta es la tragedia de la naturaleza desatada, donde la oscuridad, la tormenta y el color de la sangre tiñen el paisaje.

Estas fuerzas de la naturaleza desatadas están encarnadas por las brujas, personajes oscuros y sobrenaturales que mostrarán a Mácbeth lo que él mismo quiere y ambiciona. Ellas expresarán lo que él quiere escuchar, pero todo su accionar será consecuencia de su deseo interior, y no necesariamente de un poder que ellas tengan.

Las escenas elegidas mostrarán este aspecto y a la relación entre Mácbeth y Lady Mácbeth, personaje crucial para provocar el salto del Mácbeth al abismo.

La escena III comienza con la aparición de estos personajes sobrenaturales. Ya en la primera escena habían mostrado su discurso ambiguo, en el medio del páramo. Habían demostrado que no pertenecían al mundo humano: “¿Cuándo nos volveremos a ver? ¿En el trueno, en la lluvia, en la tormenta?”; o también el lenguaje misterioso, ambiguo que usaban, tales como “lo bello es feo y lo feo hermoso” o cuando “haya derrota y victoria”. Ese lenguaje oscuro también lo empleará Mácbeth en el primer parlamento que utilice, dando a entender que realmente él comprenderá el lenguaje de las brujas, ya que ellas hablarán de lo que nadie más que él y su esposa sabían hasta el momento.

Mácbeth es presentado indirectamente, pasan tres escenas antes de que realmente él aparezca. Primero es mencionado por las brujas, luego en la escena II por su victoria que es comunicada al rey quien decide darle el título de Señor Cawdor, ya que el Señor de Cawdor era un traidor y por tal motivo será sacrificado. Es interesante ver que las ropas con las que vestirán a Mácbeth son las ropas de un traidor, siendo luego él también uno. Pero Duncan confía plenamente en su pariente, y no sospecha que de él vendrá la traición. Todo esto va preparando el terreno para la aparición de Mácbeth y para mostrar en la trampa que cae.

El lenguaje de las brujas suena incoherente al oído humano, y es su musicalidad lo que nos permite descubrir el poder del conjuro. Su fuerza será la de la palabra, al menos en Mácbeth. Ellas se muestran vengativas, y juguetonas con una mujer que ha rechazado sus poderes, y entonces han hecho que su marido no pueda dormir jamás: “no podrá entregarse al sueño/ ni de noche ni de día;/ su vida será maldita./ En pena un mes y otro mes,/ ha de menguar y caer;/ y aunque el barco no se pierda, / lo batirán las tormentas”. Esto que las brujas han pronosticado para el esposo de aquella que rechazó sus poderes, será precisamente lo que vivirá Mácbeth, quien en la obra se dirá que ha matado el sueño, y cuyo futuro será no poder dormir nunca dominado por el miedo a perder el poder, a ser descubierto, y las tormentas de su interior lo destruirán. Por lo tanto esta pequeña historia que antecede a la aparición de Mácbeth no es otra cosa que un anticipo de su tragedia. Él aceptará los dichos de las brujas, pero igual terminará como este hombre.

Además de esta historia que antecede y anticipa la caída del protagonista, el dramaturgo pone una acotación importante en la obra, ya que las obras de Shakespeare carecen de ellas, dado que como las obras las escribía y dirigía la misma persona, no eran necesarias. Sin embargo, esta es importante porque lo que se quiere mostrar es la grandeza del personaje que entra en escena. Es el protagonista, y su ambición es el poder, así que la acotación que dice “tambor dentro” es crucial para anunciar esa llegada con pomposidad.

Este tambor también le anuncia a las Hermanas Fatídicas la llegada de Mácbeth, así se preparan para realizar un hechizo antes de que éste aparezca.

El primer parlamento de Mácbeth ya lo pone en conexión con estas fuerzas del mal: “un día bello y feo”, es esta antítesis la que también han usado las brujas. Es un día bello porque vienen victoriosos de la batalla, y feo porque está gris y lloviendo. Lo mismo ha sucedido con aquel extraño parlamento en que las brujas predijeron “cuando haya derrota y victoria”, porque Mácbeth vendrá victorioso, pero su derrota empezará con la aparición de estas Hermanas Fatídicas.

Es importante aclarar que la expresión “fatídica” viene de “fatalidad”, así que estas hermanas representarían el destino de Mácbeth, lo que lo transforma en un héroe trágico, dado que es imposible que pueda luchar contra su destino. Sin embargo, en algún momento Banquo le dice que a veces estas apariciones nos anuncian trampas, en la que él no cae. Por lo cual cabe la pregunta de si el hombre es capaz de elegir su destino en el mundo de Shakespeare.

Cuando Banquo ve a las brujas, en seguida las describe, dando a entender que no parecen seres de este mundo, no parecen humanas, pero comprenden lo que dicen, le hacen un gesto silencio, no parecen mujeres ni hombres, no hay nada en ellas normal, sin embargo Banquo no se amedrenta, habla, aunque le hayan mandado callar. Esta actitud del personaje lo va a definir, ya que a él también le van a dar alguna predicción, pero él no la tomará en serio, a diferencia de Mácbeth que desde el primer momento que las vio, quedó callado y no pudo hablar, porque él intuía qué significaba esa aparición.

Recién después que Banquo termina su larga descripción, Mácbeth habla, escueto, con miedo, pero no de ellas, sino de lo que ellas saben de él. Por eso las increpa a hablar.

Las brujas presentan su trampa, habían dado tres vueltas antes de que Mácbeth apareciera, y tres van a ser los títulos que le den. El primero es “Barón de Glamis”, el segundo “Barón de Cadwor”, y el último el de Rey. La trampa radica en que el primero es cierto, y él lo sabe, con lo cual ya es extraño que ellas lo llamen por sus títulos cuando en realidad él nunca las vio. El segundo él no lo sabe, pero en la escena anterior, el espectador había visto que ese título ya se lo habían dado a él, y que los mensajeros del Rey venían en camino para anunciárselo. Esto provocará una gran conmoción en él cuando descubra que lo que le dijeron las brujas se cumpliría, pero el tercero no sucedió ni va a suceder si él no hace algo. Cuando él descubra que el segundo es cierto, se planteará la posibilidad de acelerar el tercero, porque sabe que los manejos políticos del Rey no le permitirán serlo fácilmente, además Duncan, el Rey, aún goza de buena salud.

Banquo repara que ante tal afirmación, Mácbeth se sobresalta. Es que Mácbeth acaba de ser descubierto en su interior. Nadie sabía, más que su esposa que esa era su mayor ambición, y estas mujeres se lo prometen como si hubieran leído su anhelo más profundo e íntimo. Para Banquo todo esto es algo sin importancia, lo toma como un simple horóscopo, y por eso se muestra despreocupado cuando las increpa diciendo que a él no lo saludan, y a su amigo sí, y lo han hecho con tanto título que lo han dejado absorto. El desenfado de Banquo lo lleva a la insolencia de probarlas, increpándolas para que digan algo a él también, ya que “podéis penetrar las semillas del tiempo”, metáfora que resulta casi irónica, dado que las está probando, por eso le dice que no suplica sus favores ni teme su odio. Banquo no cree, no se atemoriza, porque tampoco hay en él maldad. Sin embargo la metáfora “semillas del tiempo” resulta interesante. Las semillas que son vida en potencia que aún no se ha desarrollado son conocidas por ellas, como si el tiempo estuviera concentrado en las semillas y ellas pudieran acceder a sus secretos. De estas semilla crecerá algo. En el caso de Mácbeth, son semillas de amargura que sólo se descubrirán cuando salgan a la luz.

Las brujas lo saludan, pero lo hacen sin títulos, y cuando predicen algo para él lo hacen con ambigüedad, porque saben que no es con él con quien se van a divertir. “Menos que Mácbeth, pero más grande (…) Menos feliz, y mucho más feliz. Engendrarás reyes, mas no serás rey”. Este mensaje para Banquo es vacío, y para Mácbeth adquirirá sentido cuando él se anime a matar a Duncan. Es este mensaje lo que lo llevará a la muerte, a causa de la desconfianza de Mábeth con respecto a él.

Una vez que Mácbeth recobra el aliento y sale de la sorpresa, increpa a las brujas para que le digan cómo saben eso, pero basta con que les ordene que le expliquen para que estas desaparezcan, porque ellas no tienen por qué recibir órdenes de nadie, y su propósito ya ha sido cumplida, que fue sembrar la “semilla del tiempo” como el mismo Banquo lo definió, porque sólo tiempo es lo que se necesita para que estas crezcan y el mal se desate.

Ambos quedan comentando la aparición y es Banquo, nuevamente, quien sabiamente se pregunta “¿Estaban aquí los seres de que hablamos? ¿No habremos comido la raíz de la locura, que hace prisionera a la razón?”, y justamente es la locura la que se hará prisionera de la razón en Mácbeth, porque esa locura, que ya estaba dentro de él, ahora hace raíz con estos presagios y crece aprisionando a la razón y transformándolo en un sanguinario despótico.

Llegan los mensajeros del Rey a proclamarlo Barón de Cawdor, y esto desata una nueva tormenta dentro de Mácbeth. En cuanto se entera, él piensa: “lo más grande después” y ya cayó en la trampa del destino. Es Banquo quien le advierte que “eso creído ciegamente podría empujarte a la corona”. Su amigo se da cuenta que Mácbeth es capaz de dejarse nublar la razón. Y le dice más “aunque es muy extraño las fuerzas de las sombras nos dicen verdades, nos tientan con minucias, para luego engañarnos en lo grave y trascendente”, él ha comprendido lo peligroso que es creer ciegamente en esos presagios, porque al fin y al cabo aquello sobrenatural que se exterioriza, no es más que nuestros deseos interiores, nuestras fuerzas del mal, que todo hombre posee. En este aspecto Mácbeth también cumple con los requisitos de un héroe trágico, ya que no sólo luchará contra su destino, sino que además será un hombre como cualquiera movido por una ambición desmedida, lo que permitirá al público identificarse y hacer la “catarsis”.

Ante esta revelación Mácbeth duda: “no puede ser mala, no puede ser buena”. Una vez más la ambigüedad se apodera de él. Piensa, si es mala, no deberían haber hecho una promesa de éxito empezando con una verdad, si es buena, no comprende por qué se le ocurre que sólo a través del asesinato sería posible. Se le ocurre porque ya lo ha pensado antes, y tal idea le horroriza, aún conserva su humanidad, sabe que tal acto sería violar las leyes naturales. “Es menor un peligro real que un horror imaginario”, todo aquello que aún está en su imaginación es más terrible que cualquier realidad. Sabe que matar es la línea delgada que lo separa de lo humano por eso la sola idea “sacude su entera humanidad”, y no está seguro de poder llevarla a cabo. Termina concluyendo que lo mejor es que si este presagio es real, pues que lo sea por los medios lícitos, por el azar, sin que su mano tenga que empuñar la daga de la traición.

Pero eso no será posible porque es allí donde Lady Mácbeth hará su obra. El personaje de Lady Mácbeth es muy controvertido, y sólo viéndola en toda la obra se puede llegar a una idea de su profundidad. En la escena V ella recibe una carta de su esposo que le cuenta cómo se encontró con las Hermanas Fatídicas y lo que le pronosticaron.

Es la forma en que termina la carta lo que nos arroja luz sobre esta relación: “He juzgado oportuno contártelo, querida compañera en la grandeza, porque no quedes privada del debido regocijo ignorando el esplendor que se te anuncia. Guárdalo en secreto y adiós”. La carta está dirigida a su esposa, pero a aquella parte de su esposa que conoce y comparte con él su intimidad y sus pasiones. En una palabra, es la carta a una amante, con la que ha compartido este secreto y quien conoce profundamente el deseo de su esposo. Él la llama “querida compañera en la grandeza” y esto no será necesariamente así, ya que una vez que él se convierta en Rey, ella no tendrá ningún protagonismo más, ni si quiera compartirá más nada con él, porque él mismo la dejará a un lado de todo el horror que comienza a desatar. Así que ningún beneficio obtendrá de ser reina, no es a ella a quien le han anunciado nada, sin embargo él la hace partícipe “el esplendor que se te anuncia”. La ambición es de él, no de ella. La de ella es ver que su hombre cumple con sus deseos, y si ella colabora para que eso suceda, su mente femenina supone que la querrá más y la necesitará, lo cual es una gran falacia. Pero la sola idea de pensar que se quedó con las ganas de ser algo y no pudo, de sentirse cobarde, es algo que ella no permitirá que él viva.

Ella conoce el corazón de su esposo: “mas temo tu carácter: está muy empapado de leche de bondad para tomar los atajos”. Ella sabe que Mácbeth tiene reparos, es leal, y la metáfora de la leche sugiere la inocencia, él no se animaría a tomar atajos. Sabe que es ambicioso, pero no está dispuesto a la maldad que debe acompañar esa ambición. Sabe, como ya lo ha dicho el mismo Mácbeth para sus adentros, que él quisiera ganar pero no ensuciarse en el juego, y que su deseo le infunde pavor. Pero lo que Lady Mácbeth no comprende es lo que significa cruzar esa línea sucia, la línea de la sangre, mientras que Mácbeth tiene claro lo que se juega en ello.

Ella sabe cuál es su fuerza: la palabra, y no la acción. Ella no podría matar a una mosca. Ella no es una mujer fuerte y fría como aparenta. Si así lo fuera no necesitaría invocar a las fuerzas del mal para que le den coraje. Si así fuera, mataría ella misma a Duncan, pero no puede hacerlo, porque ella misma dice que le recuerda a su padre. Si fuera fuerte realmente, no se volvería loca y se suicidaría. Su poder es la palabra que exhorta, pero que no piensa en lo que desata. Si lo hiciera, no tendría fuerza ni siquiera para eso. Pero ella sabe que con lo único que cuenta es “con el brío de mi lengua”.

Invoca estas fuerzas oscuras, con un lenguaje altamente violento, si así lo hace es porque necesita fuerza para “servir a propósitos de muerte”. Si necesita que le quiten la ternura, es porque la tiene. Si necesita llenarse de crueldad es porque tiene miedo de enternecerse y flaquear ante tan espantosa traición. Pide la más ciega crueldad, no ver lo que significa lo que planea hacer. Si pide que se espese su sangre, que se tape toda entrada por la que pudiera acceder la piedad, es porque sabe que es vulnerable a ella. Ella sabe que debe mantenerse firme para transmitir firmeza a su marido, si ella flaquea, nada de lo que él ambiciona podrá llevarse a cabo. Todo lo femenino, lo dulce, lo maternal debe convertirse en hiel, en fuerza espesa y atroz, porque la mujer no es por naturaleza fuerte como para llevar a cabo la crueldad de un asesinato sin remordimientos. Pero aquello que tapamos por algún lado, y algún momento tiene que explotar, y así sucede con ella cuando se de cuenta que toda esta acción no hará más que dejarla en la más absoluta soledad.

Pero si Mácbeth confió en ella es porque sabía que ella tenía la fuerza para hacerlo actuar. Y ella se lo dice claramente: “Para engañar al mundo parécete al mundo”, “Parecéte a la cándida flor, pero sé la serpiente que hay debajo”. Esta es la metáfora que identifica a Lady Mácbeth, este será su fuerte, parecerá una flor, cándida, dulce, suave, frágil, pero debajo estará la serpiente, la imagen de la tentación, de la venganza, de la maldad. La intertextualidad bíblica es evidente.

Tanto la escena VI como la VII ocurren en la noche y el ambiente visual de las antorchas y el sonoro de los oboes y los clarinetes recuerdan el Apocalipsis, donde los ángeles tocaban las trompetas, donde el clima estaba cargado de antorchas que anunciaban la caída del mundo. Así se presenta la entrada del rey Duncan a la casa de Mácbeth.

Mácbeth tiene la oportunidad de deslizarse fuera del banquete para reflexionar y este es el momento de mayor lucidez del personaje. “Si darle fin ya fuera el fin, más valdría darle fin pronto” pero Mácbeth sabe que eso no es lo difícil, lo complicado es lo que pasa después, la conciencia. Él sabe que no todo termina con el acto de matar, ese no es el fin, sino el principio de lo peor, porque si sólo fuera el acto uno podría hasta atreverse a arriesgar la otra vida, al fin y al cabo, no importaría tanto si acá todo estuviera bien. Pero él sabe que hay un infierno en la tierra y lo que se hace acá, acá también se paga, y la sangre que se derrama atormenta a quien la derramó. “La ecuánime justicia ofrece a nuestros labios el veneno de nuestro propio cáliz”, la justicia personificada nos da a beber del mismo veneno que nosotros ofrecemos a otros, lo mismo que hacemos, eso nos harán.

Mácbeth considera la situación y se da cuenta de lo terrible que es su traición. En primer lugar porque Duncan es su pariente y él es súbdito suyo, con lo cual matarlo implicaría derramar su propia sangre y un acto de traición a la corona a la que juró respeto y devoción. En segundo lugar porque es su anfitrión, y como huésped está amparado bajo las leyes de la hospitalidad, leyes sagradas que implican que su anfitrión debe velar por la comodidad y la seguridad de su huésped, por lo tanto empuñar la daga contra él sería una doble traición a su confianza.

La imagen que Mácbeth da de Duncan es reveladora. Lo muestra como un hombre manso, virtuoso y digno y esto contrasta con el horror del crimen. Cuanto más sublime, inocente y perfecto se presente Duncan a los ojos de Mácbeth, más rastrero y vil sentirá su crimen. Utiliza imágenes del Apocalipsis para mostrar lo detestable de su accionar: “como ángeles con lengua de clarín y la piedad, cual recién nacido”; así imagina que su crimen se oirá en el cielo. La antítesis es feroz, ni Duncan es tan inocente como él lo piensa, ni es la encarnación de la piedad. Duncan sabe lo que está provocando. Convengamos que él le dio el título de Barón de Cawdor y le dijo a los mensajeros que ese era el principio de grandes honores. Pero en cuanto estuvo frente a Mácbeth nombró a su hijo como Barón y sucesor al trono. Si bien el trono no se daba por herencia, sino que era necesario el apoyo de los otros Barones, el Rey tenía una gran incidencia en este nombramiento, por el respeto natural que todos le prodigaban. Así que si ante la promesa a Mácbeth, ésta queda en un nombramiento que lo aleja de la corona, Duncan, que conoce el hacer político, sabe que tal acción no sería precisamente lo que Mácbeth esperaba, por lo tanto su inocencia y su virtud, sólo sirven para aumentar la culpa que Mácbeth siente en su interior por la acción que piensa cometer. Tanta es ésta que lo comparará con un querubín montado en corceles invisibles, que denunciarán la acción traicionera que piensa hacer. La conclusión de este monólogo muestra la lucidez que el protagonista tiene en este momento, sabe que la ambición lo lleva a un salto y que cuanto más se sube más bajo se cae.

Lady Mácbeth interrumpirá sus pensamientos para darle fuerza, y decirle que no podrá soportar vivir con el querer pero no atreverse, y Mácbeth contestará lúcidamente: “me atrevo a todo lo que sea digno de un hombre. Quien se atreve a más, no lo es”. Esas palabras marcarán el último momento de lucidez del protagonista. Pero para Lady Mácbeth ser hombre significa exactamente lo contrario, porque ella sólo ve el momento, y no las consecuencias; y un verdadero hombre para ella, será el que se atreva a ser lo que quiere ser. Piensa que la acción es sencilla y allí queda. Mácbeth está pensando más allá, pero la fuerza de las palabras de su mujer, lo llevan a confirmarse en el horror de la traición. Ella misma pondrá de ejemplo la tierna imagen de una madre amantando que desprende a su hijo del pecho para estrellar su cabeza, si fuera necesario. Pero lo de ella son sólo palabras, no acciones, sino palabras en acción que quitan toda duda de la mente de Mácbeth.

Regreso al Aqueronte - Héctor Galmés


Grupo 5° H2 B Liceo N° 6 Francisco Bauzá



REGRESO AL AQUERONTE

Caronte: Escuchad en qué situación nos encontramos. Pequeña es, como veis, la barquichuela de que disponemos, está un tanto carcomida, hace agua por casi todas partes, y, si se inclina a uno u otro lado, irá boca abajo. En cuanto a vosotros, ¡sois tantos los que habéis llegado a un tiempo, todos con abundante equipaje! Si embarcáis con ello, temo que os arrepintáis después, especialmente todos aquellos que no sabéis nadar.
LUCIANO, Diálogos de los Muertos, X.

Lo volvió a ver desde lo alto de las dunas; recién entonces reparó en el color violáceo que contrasta con el ocre pálido de las colinas de arena, que parecen inmóviles, pero que son empujadas muy lentamente por el viento débil e incesante. Le pareció un vino derramado y triste. Si alguien le hubiera preguntado antes por el color del río, no hubiese sabido contestar con certeza, pues conservaba un recuerdo borroso. Habría dicho que era pardo, o gris oscuro, o un agua sucia de color indefinido en la que flotaban restos de naufragios. Pero jamás color de vino. Tal vez había cambiado con el tiempo. El viento rizaba apenas la superficie. Linfa espesa, río muerto, casi pantano. Si no fuera por los maderos que se movían pesadamente hacia la curva pronunciada en la que el río desaparecía tras las dunas, se diría que no tenía corriente. Verlo otra vez, no le produjo ni pena ni alegría; tampoco sintió demasiada curiosidad por averiguar quiénes eran aquellos que se agolpaban en la otra orilla a la espera de la barca. Abundaban los rostros ensangrentados y cubiertos de vendajes, los cuerpos mutilados. Algunos estaban completamente desnudos, otros, envueltos por largas capas. Los veía con nitidez a pesar de la distancia. Desde que se encontraba allí sufría de miopía como todos los que han cruzado el río. Por eso no podía distinguir con claridad los detalles próximos. A menos de tres brazas los rostros se desdibujaban por completo, pero a medida que aumenta la distancia, los contornos se aclaran, aunque ya no es posible reparar en los detalles. Todos parecen tener la misma cara, la misma voz, el mismo color terroso.
Hubiera jurado que la distancia entre una y otra orilla era mayor, al menos eso le había parecido cuando esperaba la barca. No podía imaginar cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Cinco, diez, veinticinco años… Carecía de referencias; había perdido la noción del tiempo.
El cruce lo había hecho en compañía de un leproso, una monja, una madre muy joven con su hijo recién nacido, dos prostitutas, un sastre de París, un sodomita calcinado, un banquero de Granada, una niña que cantaba loores a la Virgen, y algunos otros que había olvidado. Él fue el único poeta en ese viaje. A pesar de los esfuerzos enormes del barquero gigantesco, inexpresivo y pálido, la barca apenas se movía. La ansiedad por alcanzar la otra orilla para emprender el largo camino que lo condujera ante la presencia de la Amada, le hizo pensar que jamás llegaría a la playa, siempre distante, rodeada por altas dunas. Mientras la niña repetía hasta el cansancio su breve repertorio de loores, el poeta repasaba mentalmente el mapa del otro mundo, círculo por círculo, en cuyo relevamiento había perdido los mejores años de su vida, hurgando aquí y allá, sin desdeñar las fuentes griegas ni las musulmanas, en procura de datos fidedignos. Contrariamente a lo que había soñado alguna vez, nadie lo guiaba. El barquero, solícito en contestar cualquier pregunta que le hicieran, le aseguró que no necesitaría guía. Pensó el poeta que el camino no ofrecería demasiadas dificultades, y que ascendería a la Luz y a la visión arrobadora, poco a poco, y durante el tiempo necesario para purificar el alma.
Por fin llegaron. Los viajeros se dispersaron entre las dunas, pero el poeta se detuvo en la playa, la mirada clavada en una huella de la niña que se alejaba cantando. Con el mentón apoyado en una mano, dedicó sus primeros pensamientos a la Amada que lo esperaría en la cima del Purgatorio. Emprendió la marcha, lo recordaba bien, detrás del leproso que, con los brazos extendidos, invocaba a San Francisco. Cuando el leproso desapareció en una hondonada, el poeta volvió a sentir el placer de la soledad. Advirtió una leve molestia en los ojos, los cerró en procura de alivio, y repasó una vez más el itinerario que habría de seguir. Al abrirlos, comprobó que su visión de las cosas próximas (su túnica, sus miembros, la arena que pisaba), había disminuido considerablemente. Lo interpretó como un anuncio de que, en adelante, solo la visión de lo distante y elevado era lo que importaba, sin sospechar que eso llegaría a ser la causa de sus principales angustias. Traspuso varias dunas, entre los que vio algunos grupos silenciosos; se acercó a ellos, pero a medida que se aproximaba se le iban borrando los rostros. Preguntó por el camino, pero nadie entendía su lengua. Más adelante encontró a un anciano sentado sobre un montículo, que le contestó en latín que no había camino. No le creyó, y continuó la marcha hasta las últimas elevaciones desde donde divisó la llanura, la interminable llanura cubierta por una multitud abigarrada, como jamás hubiera imaginado. Algunos permanecían inmóviles, otros, tal vez los recién llegados, se movían con afán en busca de alguien. Un rumor, como el de un trueno distante y prolongado, subía hasta el poeta para ahogarle las esperanzas. Ella estaba entre la multitud, sin duda, ¿pero cómo encontrarla? Envidiaba a los pocos que permanecían abrazados, eternamente abrazados después de un encuentro fortuito. Más allá del horizonte lívido, apenas visible a la luz mortecina e invariable, de origen desconocido, la muchedumbre se extendería hacia límites insospechados. Descendió deprisa para confundirse con la humanidad pretérita, y anduvo y anduvo sin que en su corazón se disipara totalmente la esperanza de encontrar a la Amada. Iba gritando su nombre; muchas mujeres acudieron, y aunque no distinguía sus rasgos, no tardaba en comprobar que no era ninguna de aquellas. Caminó, no supo cuánto, porque no era posible medir ni el tiempo ni el espacio, caminó hasta que la muchedumbre fue raleando; hasta que dentro del círculo del horizonte no hubo más que medio centenar de almas, luego fueron veinte (podía contarlas sin dificultad); hasta que no hubo más que él y una figura encorvada que se perdía a lo lejos. Cuando quedó completamente solo en medio de la llanura, quiso rezar, pero no supo a quién.
Siguió caminando sin rumbo. Era lo mismo que quedarse inmóvil. Para sobrellevar el tedio, repasaba verso a verso su geografía rimada del otro mundo, el que él había imaginado y tuvo por cierto durante su vida terrena. Solo había acertado en lo que tenía que ver con el río y el barquero. Jamás hubiera soñado que lo esperarían una muchedumbre sin rostro y un desierto.
Anduvo sin parecerle que andaba, hasta que divisó a, lo lejos a un hombre que corría perseguido por otro. La distancia entre ambos era constante, aproximadamente media milla. Corrían en amplios círculos sin alcanzarse. Cualquiera de los dos podía ser el perseguido o el perseguidor. El poeta llegó a contar ochenta y siete vueltas antes de que se perdieran en cualquier punto del horizonte. Supuso que serían Caín y Abel.
Más adelante aparecieron otras figuras aisladas y, luego, grupos más numerosos hasta que volvió a encontrarse en medio de la muchedumbre. Cuando advirtió que algunos caminaban afanosamente en el sentido contrario al que llevaban sus pasos, se dio cuenta de que se hallaba cerca del Aqueronte.
Lo volvió a ver desde lo alto de las dunas. Nada había cambiado – creyó al principio - , desde aquel viaje en que la niñita cantaba loores y el leproso se consolaba comprobando la inmaterialidad de sus llagas. Bajó hasta la orilla y reconoció la barca que lo había traído, con un rumbo en el casco, cerca de la proa. Los restos de otra barca, con el mástil quebrado y la vela hecha jirones, emergían de la arena. A esa la recordaba bien. Ya estaba allí cuando llegó desde la orilla opuesta, donde ahora se agolpaba una multitud en la que abundaban los cuerpos ensangrentados o mutilados. Se preguntó cómo harían ahora para cruzar el río. Acaso el barquero había abandonado su penoso oficio al quedarse sin barca; tal vez tenía otra y seguía una ruta diferente, pues las dunas habían avanzado sobre esa parte de la costa. En efecto, la otra barca no tardó en aparecer por un recodo. Era más grande y oscura que las otras y tenía casco de metal. También un mástil, pero la vela no era de tela sino de humo. No acertaba a explicárselo. El barquero parecía el mismo, tan pálido e inexpresivo como antes. Pero no empuñaba el remo, sino que iba parado en la popa, haciendo girar lentamente una rueda vertical. De pronto el poeta sintió un estremecimiento; era la primera emoción que experimentaba desde que el cura le había administrado la extremaunción: sobre el casco oxidado creyó leer el nombre de la Amada. El lapso que demoró el barquero en recoger a los desdichados y volver, le pareció la eternidad. Caminó hasta el lugar donde supuso que desembarcarían. Lo animaba el deseo de develar el misterio de aquel nombre.
Apenas el barquero echó el ancla, los más jóvenes, sin esperar que fuera colocada la rampa entre la borda y el muelle de madera, se descolgaron por los costados y, con el agua hasta la cintura, avanzaron hacia la playa, queriendo ser los primeros en subir a las dunas para ver el paraíso. Ninguno de los que se detuvieron un momento a contemplar el contorno entendió cabalmente los términos con que se expresaba el poeta, aunque más de uno parecía hablar la misma lengua. Por un romanista alemán que se lo explicó en un latín impecable, el poeta se enteró de que Europa se hallaba asolada por una contienda sangrienta. Se asombró al oír el año de la fecha: 1916. Habían transcurrido seis siglos.
Sin responder a las preguntas del profesor, se internó en las aguas con las manos extendidas hacia el nombre en relieve. Pero a medida que se acercaba las letras se volvían borrosas para confundirse en una mancha larga y blanquecina. Las repasó una y otra vez con los extremos de los dedos, y comprobó al fin que no era el nombre de la Amada, sino el de una estrella de la constelación de Orión: Bellatrix. Aquel nombre palpado alimentó sus sueños. Avivó en su mente el gusto por los símbolos.
Amó la nave y le pidió al barquero que lo dejara quedarse en ella. Su asombro fue inmenso al enterarse de que la nave no era impulsada por el viento ni por el remo, sino por el prodigio de la llama y poder revivir en ella las infinitas imágenes soñadas.
Se sentía dichoso cuando recorría la playa recogiendo los maderos traídos por el río que descendía del Océano, y que después eran arrojados por su mano en el fogón de la caldera.
Se hicieron amigos con el barquero, que nunca había tenido con quien conversar cuando iba a buscar a los que esperan en la otra orilla.
El barquero recuerda a cada uno de los viajeros; cuando ambos descansan un poco, después de cada travesía, sentados sobre el casco roto de la vieja barca, en la que viajó el poeta y antes la Amada, el poeta le pide al barquero que se la describa. Y el barquero repite una y otra vez las mismas palabras, y el poeta cierra los ojos y la ve sentada entre el verdugo y la loca. La joven canta a media voz, mientras sus dedos juegan con los rizos que caen sobre el sudario. El poeta le pide al barquero que suprima al verdugo  y a la loca; pero el barquero insiste en que no es posible, porque si no menciona a cada uno, los olvida y si los olvida es lo mismo que si nunca hubieran viajado con él; de modo que la loca y el verdugo volverían a aparecer entre los que esperan en la otra orilla, porque tienen que figurar en la nómina de los muertos que guarda en su memoria.
-       Entonces, barquero, no la menciones a Ella. Olvídala, te lo suplico, barquero.
El barquero guarda silencio, y echa a andar hacia el vaporcito. Ha llegado el momento de zarpar nuevamente. Al promediar la distancia entre las dos orillas, el poeta emerge del casco, se acerca al timón y le dice al barquero.
-       Cuéntame, barquero.
Y él empieza a contar.
-       Recuerdo que en el viaje crucé a un obispo, tres gibelinos, dos güelfos, un vendedor de cestas, dos moros, una familia de campesinos, un príncipe chino, y también un verdugo y una loca. Lo extraño es que entre la loca y el verdugo había un lugar vacío, y yo nunca permití que quedaran lugares vacíos entre quienes viajaban en mi barca.




Galmés, Héctor. Narraciones Completas; La noche del día menos pensado. Ed. Banda Oriental S.R.L. Montevideo. Año 2011

Selección de cantos de La Divina Comedia

Grupo 5°H2 B Liceo N° 6 Francisco Bauzá


Infierno

Canto I

A mitad del camino de la vida,
en una selva oscura me encontraba
porque mi ruta había extraviado

¡Cuán dura cosa es decir cuál era
esta salvaje selva, áspera y fuerte
que me vuelve el temor al pensamiento!

Es tan amarga casi cual la muerte;
mas por tratar del bien que allí encontré,
de otras cosas diré que me ocurrieron.

Yo no sé repetir cómo entré en ella
pues tan dormido me hallaba en el punto
que abandoné la senda verdadera.

Mas cuando hube llegado al pie de un monte,
allí donde aquel valle terminaba
que el corazón habíame aterrado,

hacia lo alto miré, y vi que su cima
ya vestía los rayos del planeta
que lleva recto por cualquier camino.

Entonces se calmó aquel miedo un poco,
que en el lago del alma había entrado
la noche que pasé con tanta angustia.

Y como quien con aliento anhelante,
ya salió del piélago a la orilla,
se vuelve y mira el agua peligrosa,

tal mi ánimo, huyendo todavía,
se volvió para mirar de nuevo el sitio
que a los que viven traspasar no deja.

Repuesto un poco el cuerpo fatigado,
seguí el camino por la yerma loma,
siempre afirmando el pie de más abajo.

Y vi, casi al principio de la cuesta,
una onza ligera y muy veloz,
que de una piel con pintas se cubría;

y de delante no se me apartaba,
mas de tal modo me cortaba el paso,
que muchas veces quise dar la vuelta.

Entonces comenzaba un nuevo día,
y el sol se alzaba al par de las estrellas
que junto a él el gran amor divino

sus bellezas movió por vez primera;
así es que no auguraba nada malo
de aquella fiera de la piel manchada

la hora del día y la dulce estación;
mas no tal que terror no produjese
la imagen de un león que luego vi.

Me pareció que contra mí venía,
con la cabeza erguida y hambre fiera,
y hasta temerle parecía el aire.

Y una loba que todo el apetito
parecía cargar en su flaqueza,
que ha hecho vivir a muchos en desgracia.

Tantos pesares esta me produjo,
con el pavor que verla me causaba
que perdí la esperanza de la cumbre.

Y como aquel que alegre se hace rico
y llega luego un tiempo en que se arruina,
y en todo pensamiento sufre y llora:

tal la bestia me hacía sin dar tregua,
pues, viniendo hacia mí muy lentamente,
me empujaba hacia allí donde el sol calla.

Mientras que yo bajaba por la cuesta,
se me mostró delante de los ojos
alguien que, en su silencio, creí mudo.

Cuando vi a aquel en ese gran desierto
<<Apiádate de mí - yo le grité -,
seas quien seas, sombra u hombre vivo>>

Me dijo: <<Hombre no soy, mas hombre fui,
y a mis padres dio cuna Lombardía
pues Mantua fue la patria de los dos.

Nací sub Julio César, aunque tarde,
y viví en Roma bajo el buen Augusto:
tiempo de falsos dioses mentirosos.

Poeta fui, y canté de aquel justo
hijo de Anquises que vino de Troya,
cuando Ilión la soberbia fue abrasada.

¿Por qué retornas a tan gran pena,
y no subes al monte deleitoso
que es principio y razón de toda dicha?>>

<<¿Eres Virgilio, pues, y aquella fuente
de quien mana tal río de elocuencia'
- respondí yo con frente avergonzada -.

Oh luz y honor de todos los poetas,
válgame el gran amor y el gran trabajo
que me han hecho estudiar tu gran volumen.

Eres tú mi modelo y mi maestro;
el único eres tú de quien tomé
el bello estilo que me ha dado honra.

Mira la bestia por la cual me he vuelto:
sabio famoso, de ella ponme a salvo,
pues hace que me tiemblen pulso y venas.>>

<<Es menester que sigas otra ruta
- me repuso después que vio mi llanto -,
si quieres irte del lugar salvaje;

pues esa bestia, que gritar te hace,
no deja a nadie andar por su camino,
mas tanto se lo impide que los mata;

y es su instinto tan cruel y tan malvado,
que nunca sacia su ansia codiciosa
y después de comer más hambre aún tiene.

Con muchos animales se amanceba,
y serán muchos más hasta que venga
el Lebrel que la hará morir con duelo.

Este no comerá tierra ni peltre,
sino virtud, amor, sabiduría,
y su cuna estará entre Fieltro y Fieltro.

Ha de salvar a aquella humilde Italia
por quien murió Camila, la doncella,
Turno, Euríalo y Niso con heridas.

Este la arrojará de pueblo en pueblo,
hasta que dé con ella en el abismo,
de que la hizo salir el Envidioso.

Por lo que, por tu bien, pienso y decido
que vengas tras de mí, y seré tu guía,
y he de llevarte por lugar eterno,

donde oirás el aullar desesperado,
verás, dolientes, las antiguas sombras,
gritando todas la segunda muerte;

y podrás ver aquellas que contenta
el fuego, pues confían en llegar
a bienaventurados cualquier día;

y si ascender deseas junto a estas,
más digna que la mía allí hay un alma:
te dejaré con ella cuando marche;

que aquel Emperador que arriba reina,
puesto que yo a sus leyes fui rebelde,
no quiere que por mí a su reino subas.

En toda parte impera y allí rige;
allí está su ciudad y su alto trono.
¡Cuán feliz es quien él allí destina!>>

Yo contesté: <<Poeta, te requiero
por aquel Dios que tú no conociste,
para huir de este o de otro mal más grande,

que me lleves allí donde me has dicho,
y pueda ver la puerta de San Pedro
y aquellos infelices de que me hablas.>>
Entonces se echó a andar, y yo tras él. 

Canto III

POR MÍ SE VA HASTA LA CIUDAD DOLIENTE,
POR MÍ SE VA AL ETERNO SUFRIMIENTO,
POR MÍ SE VA A LA GENTE CONDENADA.

LA JUSTICIA MOVIÓ  MI ALTO ARQUITECTO.
HÍZOME LA DIVINA POTESTAD,
EL SABER SUMO Y EL AMOR PRIMERO.

ANTES DE MÍ NO FUE COSA CREADA
SINO LO ETERNO Y DURO ETERNAMENTE.
DEJAD, LOS QUE AQUÍ ENTRÁIS, TODA ESPERANZA.

Estas palabras de color oscuro
vi escritas en lo alto de una puerta;
y yo: <<Maestro, es grave su sentido.>>

Y, cual persona cauta, él me repuso:
<<Debes aquí dejar todo recelo;
debes dar muerte aquí a tu cobardía.

Hemos llegado al sitio que te he dicho
en que verás las gentes doloridas,
que perdieron el bien del intelecto.>>

Luego tomó mi mano con la suya
con gesto alegre, que me confortó,
y en las cosas secretas me introdujo.

Allí suspiros, llantos y altos ayes
resonaban al aire sin estrellas,
y yo me eché a llorar al escucharlo.

Diversas lenguas, hórridas blasfemias,
palabras de dolor, acentos de ira,
roncos gritos al son de manotazos,

un tumulto formaban, el cual gira
siempre en el aire eternamente oscuro,
como arena al soplar el torbellino.

Con el terror ciñendo mi cabeza
dije: <<Maestro, qué es lo que yo escucho,
y quién son estos que el dolor abate?>>

Y él me repuso: <<Esta mísera suerte
tienen las tristes almas de esas gentes
que vivieron sin gloria y sin infamia.

Están mezcladas con el coro infame
de ángeles que no se rebelaron,
no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos.

Los echa el cielo, porque menos bello
no sea, y el infierno los rechaza,
pues podría dar gloria a los caídos.>>

Y yo: <<Maestro, ¿qué les pesa tanto
y provoca lamentos tan amargos?>>
Respondió: <<Brevemente he de decirlo.

No tienen estos de muerte esperanza,
y su vida obcecada es tan rastrera,
que envidiosos están de cualquier suerte.

Ya no tiene memoria el mundo de ellos,
compasión y justicia les desdeña;
de ellos no hablemos, sino mira y pasa.>>

Y entonces pude ver un estandarte,
que corría girando tan ligero,
que parecía indigno de reposo.

Y venía detrás tan larga fila
de gente, que creído nunca hubiera
que hubiese a tantos la muerte deshecho.

Y tras haber reconocido a alguno,
vi y conocí la sombra del que hizo
por cobardía aquella gran renuncia.

Al punto comprendí, y estuve cierto,
que esta era la secta de los reos
a Dios y a sus contrarios displacientes.

Los desgraciados, que nunca vivieron,
iban desnudos y azuzados siempre
de moscones y avispas que allí había.

Estos de sangre el rostro les bañaban,
que, mezclada con llanto, repugnantes
gusanos a sus pies la recogían.

Y luego que mirar me puse a otros,
vi gentes en la orilla de un gran río
y yo dije: <<Maestro, te suplico

que me digas quién son, y que designio
les hace tan ansiosos de cruzar
como discierno en la luz escasa.>>

Y él repuso: <<La cosa he de contarte
cuando hayamos parado nuestros pasos
en la triste ribera de Aqueronte.>>

Con los ojos ya bajos de vergüenza,
temiendo molestarle con preguntas
dejé de hablar hasta llegar al río.

Y he aquí que viene en bote hacia nosotros
un viejo cano de cabello antiguo,
gritando: <<¡Ay de vosotras, almas pravas!

No esperéis nunca contemplar el cielo;
vengo a llevaros hasta la otra orilla,
a la eterna tiniebla, al hielo, al fuego.

Y tú que aquí te encuentra, alma viva,
aparta de estos otros ya difuntos.>>
Pero viendo que yo no me marchaba,

dijo: <<Por otra vía y otros puertos
a la playa has de ir, no por aquí;
más leve leño tendrá que llevarte.>>

Y el guía a él: <<Caronte, no te irrites;
así se quiere allí donde se puede
lo que se quiere, y más no me preguntes.>>

Las peludas mejillas del barquero
del lívido pantano, cuyos ojos
rodeaban las llamas, se calmaron.

Mas las almas desnudas y contritas, 
cambiaron el color y rechinaban,
cuando escucharon las palabras crudas.

Blasfemaban de Dios y de sus padres,
del hombre, el sitio, el tiempo y la simiente
que los sembrara, y de su nacimiento.

Luego se recogieron todas juntas,
llorando fuerte en la orilla malvada
que aguarda a todos los que a Dios no temen.

Carón, demonio, con ojos de fuego, 
llamándolos a todos recogía;
da con el remo si alguno se atrasa.

Como en otoño se vuelan las hojas
unas tras otras, hasta que la rama
ve ya en la tierra todos sus despojos,

de este modo de Adán las malas siembras
se arrojan de la orilla de una en una,
a la señal, cual pájaro al reclamo.

Así se fueron por el agua oscura,
y aún antes de que hubieran descendido
ya un nuevo grupo se había formado.

<<Hijo mío - cortés dijo el maestro - 
los que en ira de Dios hallan la muerte
llegan aquí de todos los países:

y están ansiosos de cruzar el río,
pues la justicia santa les empuja,
y así el temor se transforma en deseo.

Aquí no cruza nunca un alma justa,
por lo cual se Carón de ti se enoja,
comprenderás qué cosa significa.>>

Y dicho esto, la región oscura
tembló con fuerza tal, que del espanto
la frente del sudor aún se me baña.

La tierra lagrimosa lanzó un viento
que hizo brillar un relámpago rojo
y, venciéndome todos los sentidos,
me caí como el hombre que se duerme.


Extraído de:
Alighieri, Dante. Divina Comedia. Ed. Cátedra. Madrid. 2006.









Información sobre La Divina Comedia

Grupo 5° H2 B Liceo N°6 Francisco Bauzá

CONTEXTUALIZACIÓN HISTÓRICA

  La Edad Media  es un extenso período histórico que abarcó alrededor de diez siglos; desde el siglo V al XV aproximadamente, por ello conviene dividirla en dos etapas.

Alta Edad Media

  En esta época es posible hablar de oscurantismo, en la medida en que el derrumbe de las estructuras del imperio romano, la permanente amenaza de los bárbaros y la supremacía religiosa de un cristianismo que pone el énfasis en una vida ultraterrenal traen aparejados la imagen de un hombre culpable por el hecho de ser tal, abrumado por el fin del mundo y su inevitable perdición.
  En el plano de la teología es de destacar el pensamiento de San Agustín (siglo V), quien ve la evolución de la historia humana como una manifestación de la voluntad de Dios. El hombre, ser imperfecto por naturaleza es para este pensador salvado únicamente por la gracia divina que elige para estos fines solo a unos pocos, mientras la inmensa mayoría será condenada a las llamas del infierno.
  En el plano intelectual, esta época se caracteriza porque en ella la idea de progreso es completamente desconocida. Busca conservar fielmente lo antiguo y lo tradicional. Los valores supremos están fuera de duda y se encuentran encerrados en formas enteramente válidas.
  Sobre el fin de este período y como coronación del espíritu del mismo se impone en la arquitectura el estilo románico, las llamadas "fortalezas de Dios", edificaciones caracterizadas por su pesadez, sus gruesas paredes, sus escasas aberturas que impiden el contacto con el exterior, hablan de un hombre encerrado, temeroso de lo externo y agobiado por la presencia de un Dios distante y duro.

Baja Edad Media

  Se caracteriza por un renacer en todos los planos de la actividad humana.
Las ciudades comienzan a surgir y vuelven a ser un lugar de encuentro y de puesta en contacto con el mundo; se dan los comienzos de una economía monetaria y mercantil.
Los caminos se animan y comienzan a llenarse de mercaderes y viajeros; las clases altas descubren el placer de aparentar, de brillar en los acontecimientos mundanos y el lujo en el vestido, en la mesa o en la ornamentación de la casa comienza a ser un signo de poder y un elemento de disfrute de lo terrenal y cotidiano.
  La iglesia acompaña el movimiento procurando disciplinar su clero y la actividad de los laicos, en este sentido se debe señalar el movimiento cluniciense (siglo X) que procura devolver la pureza original a las instituciones religiosas y separadas de lo material, seguido luego por el movimiento cartujo y cisterciense del siglo XI y XII. La misma visión de la divinidad cambia y ahora el hombre se siente protegido por un amoroso ser superior al cual puede llegar a través de la invocación de los santos o de la virgen.
En la arquitectura; la aparición del gótico da lugar al cambio más profundo de la historia del arte moderno.
  El hombre se yergue nuevamente sobre la tierra y, aunque no olvida la posibilidad de los castigos del más allá, ahora esta vida lo invita a disfrutar, se plantea como digna de ser vivida. El culto a la Virgen María pasa a un primer plano y se la ve como intermediaria ideal entre el hombre y Dios.
  El oscurantismo ha dado paso a la luz, la desesperanza a la fe, la valoración de lo ultraterrenal a la valoración de lo que pertenece a este mundo y precisamente en esta transición, en este dualismo es que debemos acercarnos al hombre de esta época.

Literatura

  En la literatura se observa la maduración de la herramienta expresiva, la lengua, que desprendida del latín original, a lo largo de la Edad Media va a evolucionar a lo que conocemos como lenguas romances. Si bien, el latín conservará su puesto como lengua erudita, poco a poco estas nuevas manifestaciones  lingüísticas irán ganando terreno hasta llegar al punto de llegar a poder expresar poéticamente todas las inquietudes del hombre.
Esta literatura da sus primeros frutos en la épica, y es así que surgen los cantares de gesta.
La evolución de la épica sentará las bases de la sensibilidad occidental.
Ahora veremos el desarrollo de este género en tres grandes pasos: la lírica trovadoresca, la escuela de Sicilia y el Dolce Stil Nuovo, llegando así a Dante.
La lírica trovadoresca
  Llamamos así, en el estricto sentido de la palabra, a la poesía que fue cultivada por los trovadores, que entre los siglos XI y XII escribieron en la lengua románica, que se conoce con el nombre de "provenzal".
Si bien, geográficamente ubicamos su núcleo en Provenza, no debemos olvidar que esta literatura no aparece vinculada a lo que hoy llamamos una nacionalidad; en esta época la zona del medio día de las Galias estaba dividida en señoríos más o menos independientes, y por encima de esta división política hay una unidad lingüística que permite que todos colaboren en el hacer de determinado tipo de literatura.
  El trovador es el poeta que, además de escribir sus versos compone la música con la que deben ser acompañados; es una poesía destinada a ser cantada y a ser escuchada por un público que, en su mayoría y más aún si la ejecución se daba en la plaza, es analfabeto.
A partir del siglo XIII las costumbres sociales evolucionan hacia un mayor refinamiento; la vivienda señorial se hace más refinada y las reuniones sociales son habituales. La mujer comienza a ejercer un rol protagónico como señora del castillo y centro de la vida social incipiente. En este marco la lírica trovadoresca desarrolla un concepto de amor; el amor cortés, que implica una traslación del vasallaje político al campo sentimental; la dama es el ser superior al que el enamorado rinde culto y ofrece su vida como servicio, de tal manera que la llama "midons", mi señora. Este sentimiento exige de la discreción del poeta en la medida en que la amada ha de ser, casi forzosamente, casada; es este pues un amor adúltero basado en el axioma de que no puede haber  "buen amor verdadero" en el matrimonio. La dama aparece como figura idealizada, distante, vista como poseedora de las máximas virtudes, tanto físicas como morales, origen y destinataria del hacer poético. Esta idealización no nos debe hacer pensar en el desprecio o censura absoluta hacia el aspecto físico del amo, pues a pesar de que se ha querido hablar de un sentimiento exclusivamente platónico, son muchos los poetas que nos hablan de sus logros en este terreno.

Dante - breve biografía

Nace en mayo de 1265 en Florencia.
Conoce a Beatriz en mayo de 1274, de ella se habría enamorado, esta será inmortalizada en su obra.
Beatriz muere en 1290.
Se casa en 1295 y empieza su actividad política.
En 1302 es exiliado.
El 14 de setiembre de 1321 muere en Ravena.

La Divina Comedia; su título

  La Comedia, conocida desde el siglo XVI bajo el título de La Divina Comedia es un extenso poema escrito por Dante en lengua vulgar, abarcando un total de 14333 versos, obra máxima de la literatura italiana cuyas primeras ediciones se remontan a 1472.
Dante denominó a su obra Comedia, el calificativo Divina es agregado posteriormente por sus admiradores, aludiendo tanto a su calidad estética, como a su sustancia religiosa.
"Comedia" es uno de los subgéneros del drama, sin embargo, la composición de Dante no tiene la estructura formal de este género; lo que sucede es que en la época que escribe el poeta florentino se ponía mayor atención al contenido, para determinar la pertenencia a un género determinado, que a la forma. Es así que para que una obra fuera "comedia" debía comenzar en la tristeza y terminar en alegría y, evidentemente, el viaje del personaje central comienza en un momento de dolor, perdido en la "selva oscura", para luego de diversas pruebas, terminar en la mayor de las felicidades: ver a Dios y obtener la salvación de su alma.
  Generalmente se ubica la composición de la Divina Comedia en los últimos y más dolorosos años de Dante, los del exilio. Toda la crítica coincide en que el "Infierno" habría sido terminado alrededor de 1308, el "Purgatorio" hacia 1313 y el "Paraíso" poco antes de su muerte.

Argumento

  Es la narración de un viaje realizado por su propio autor, Dante, que asume la condición de narrador y personaje, por los tres reinos de ultratumba; infierno, purgatorio y paraíso, según eran concebidos por la iglesia de la época. La obra comienza con el personaje perdido en la "selva oscura" (el pecado) y acorralado por tres fieras que le impiden la salida de ese paraje; gracias a la intervención de la sombra de Virgilio, poeta latino, emprenderá el viaje que lo sacará de esta situación primera, y en cuyo recorrido verá los castigos eternos a los que son sometidos las almas de los condenados, los suplicios de aquellos que, habiéndose salvado aún deben someterse a un proceso de purificación, y, por último, habiendo sido dejado por Virgilio que cede su lugar de guía a Beatriz, Dante verá la alegría de los bienaventurados, los que han logrado la salvación eterna.
  La idea de localizar la acción de la obra en el espacio que se abre más allá de la muerte, no es original de Dante, lo que sí es innovador es, en el plano de la narración; el proponer la experiencia como algo real, un viaje y no una visión, y elegirse a sí mismo como protagonista. Dentro del plano de las ideas, una fuerza totalizadora que organiza al otro mundo según claras normas morales y la idea de perfeccionamiento del hombre que le conduce a la salvación.

Estructura formal

  La obra está dividida en tres partes, denominadas cánticas y que responden, cada una de ellas, a los tres reinos en que la tradición cristiana considera está estructurado el más allá: Infierno, Purgatorio y Paraíso.
  Cada cántica, está dividida en treinta y tres cantos, excepto la primera que tiene treinta y cuatro, el primer canto es considerado como una introducción general a la obra. Sumados todos nos dan un total de cien cantos. La estructura de cada parte respeta un plan muy estricto; los cantos oscilan entre los ciento quince versos y los ciento cincuenta y cuatro y el número total de versos que componen las tres cánticas es catorce mil trescientos treinta y tres para el poema entero.
  La obra está escrita en versos endecasílabos y la estrofa empleada es el terceto (terzina), donde coinciden el primer con el tercer verso, mientras que el segundo marca la rima para la terzina siguiente: aba - bcb - cdc. Cada canto termina con un cuarteto para no dejar un verso suelto.
  Toda esta estructuración se basa en la utilización cabalística de ciertas cifras: el 3 es un número perfecto, el número de la Santísima Trinidad y de allí la reiteración de esta cifra en la estructura; el 9 es un número místico y sagrado, resulta de la multiplicación del tres por sí mismo, el 33 también posee significado cabalístico en la medida en que reitera el 3, el 1 la unidad, representa la divinidad.

Los tres reinos

El Infierno

  Guiado por Virgilio, Dante llega al Infierno, es en el canto III donde se ingresa a este reino, la inscripción en su puerta nos dará las características fundamentales del mismo: la ciudad del dolor eterno, habitada por la gente perdida, ninguna esperanza de perdón o reconciliación pueden albergar los que allí pagan su culpa.
  Físicamente este mundo está dividido en nueve círculos en los que se ubica a las almas pecadoras de acuerdo a determinadas normas; cuanto más abajo menor será el espacio y mayor la culpa y el castigo. Esta división espacial se corresponde con una estratificación moral; siguiendo la distinción aristotélica de las tres disposiciones viciosas del alma humana, incontinencia, bestialidad y malicia. Dante agrupa dentro de la primera a los lujuriosos, glotones, avaros, pródigos e iracundos, dentro de la tendencia a la "bestialidad" coloca a los herejes y violentos, para terminar con los maliciosos que incluyen a los traidores y fraudulentos. Es de destacar cómo el mayor grado de racionalidad que implica un pecado para concretarse agrava la culpa, los habitantes de los primeros círculos no hicieron otra cosa que dejarse dominar por pasiones inherentes a la esencia humana, mientras que los últimos utilizaron su capacidad intelectual para hacer el mal.
  La oscuridad, reflejo físico de la condición moral del alma de los condenados, domina este mundo, este "aire sin estrellas" que se hace más alucinante en la medida que se llena de gritos de dolor y terribles blasfemias, expresión de la ira y la impotencia de las almas pecadoras ante la justicia divina. Es este el reino donde el recuerdo de la tierra está más presente, no solo a través de las vivencias de cada uno de los que allí habitan, sino de la indiscutible  "corporeidad" que asumen las almas.
  Habitado no solo por almas sino también por gusanos, perros y serpientes que colaboran con la función de los demonios, extraídos muchos de ellos del mundo mitológico grecolatino, en el vértice mismo del cono, Lucifer, el ángel caído concentra en su figura el terror del Infierno.
  El castigo tendrá evidente relación con la culpa; esta relación puede ser de similitud, como en el caso de los lujuriosos arrastrados eternamente por el viento como en vida se dejaron arrastrar por la pasión, o los suicidas, que habiendo atentado contra su cuerpo se ven obligados a renunciar a él; o de oposición a la culpa, como el caso de los "indiferentes", que no habiendo hecho una opción en vida se ven obligados ahora a experimentar el acicate de los moscones y las avispas y a correr detrás de una bandera.    Todos estos castigos cobran una verdadera dimensión a través de dos condiciones de mayor abstracción: son eternos, es decir, el condenado no tiene ninguna esperanza de que cesen y no tienen otra significación que la del dolor que ellos producen, ya que se repetirán idénticamente por siempre, sin que sirvan para disminuir la culpa.

Purgatorio

  Está ubicado en la Tierra y las almas sufren tormentos similares a los infernales, es, sin embargo, el reino de la esperanza, pues los que allí habitan ya se han salvado, aspiran con certeza a ver a Dios y el sufrimiento es para ellos una vía de purificación que acelerará el tránsito a la gloria.
  Convencidos ya de la vanidad de las cosas terrenas, aspirando a gozar la gloria, las almas se hacen aquí menos corpóreas, más puras en su calidad de espíritus, y su registro emotivo deja de lado la violencia pasional de las almas infernales para teñirse de dulce melancolía, los gritos son sustituidos por el canto  a coro, en el infierno las almas están encerradas en su individualidad, aquí unidas en el amor, trascienden sus límites para unirse en alabanza al creador. Los demonios son remplazados por visiones angélicas que hablan de la proximidad del paraíso.
  Geográficamente el Purgatorio se ubica en una isla inaccesible del hemisferio austral, en las antípodas de Jerusalén. Concebido como una montaña está dividido en tres zonas: en la base una zona rocosa, de difícil acceso: el Antepurgatorio; en el cuerpo del monte, el Purgatorio propiamente dicho, dividido a su vez en siete terrazas, donde el alma se purifica de los siete pecados capitales (soberbia, envidia, ira, pereza, avaricia, gula y lujuria) y por fin, en la cúspide una planicie que es el Paraíso terrestre. En este termina la función encomendada a Virgilio, al que está vedado entrar en el reino de los bienaventurados. En la etapa intermedia del Paraíso terrenal (cantos XXVIII a XXXIII, Purgatorio) Virgilio desaparece del lado de Dante y, ante los asombrados ojos de este, aparece Beatriz, símbolo de la teología o la gracia divina única guía posible para caminar por el Paraíso.

Paraíso

  Del Paraíso terrenal Dante asciende al Paraíso verdadero atravesando, con la guía de Beatriz, los nueve cielos, esferas concéntricas luminosas y transparentes, sobre las cuales está el cielo empíreo, fijo, cede del mismo Dios, y, en torno a él, las jerarquías celestiales y la rosa de los bienaventurados, iluminada directamente por el propio Señor de la creación. Los nueve cielos son:
1. Cielo de la Luna, cantos I al IV, donde se ubican los espíritus que quebrantaron sus votos.
2. Cielo de Mercurio, cantos V al VIII, ubicación de los espíritus activos y bienhechores.
3. Cielo de Venus, cantos VIII al IX, ubicación de espíritus amantes.
4. Cielo del Sol, cantos X al XIII, ubicación de espíritus de teólogos y doctores.
5. Cielo de Marte, cantos XIV al XVII, ubicación de los espíritus que combatieron por la fe.
6. Cielo de Júpiter, cantos XVIII al XX, ubicación de los espíritus justos y sabios.
7. Cielo de Saturno, cantos XXI al XXII, ubicación de los espíritus contemplativos.
8. Cielo de las Estrellas, cantos XXIII al XXVI, ubicación de los espíritus triunfantes.
9. Cielo Cristalino, cantos XXVII al XXXIII, ubicación del Empíreo donde está Dios iluminando la rosa de los Bienaventurados y rodeado de nueve círculos de jerarquías angelicales que son: ángeles, arcángeles, principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y serafines.
  El criterio utilizado por el autor para colocar las almas en distintas esferas no está, a diferencia de las cánticas anteriores, explicitado en la obra; lo único obvio es que cuanto más cerca de Dios se encuentra el alma, más perfecta es.
  Este es el reino del espíritu absolutamente liberado de la carne, el reino de la contemplación y de la más absoluta alegría emanada de la visión de Dios; las almas nada lamentan de lo terreno, nada ansían, están completas en sí mismas. La almas son pura luz y puro amor y de allí que los trazos particulares se disuelvan en mística unión; los elementos terrestres que reaparecen en este reino son solo imagen de aquello que intentan transmitir. Lanzado a la contemplación de la unidad misma de Dios, Dante exclama: "¡Oh cuán insuficiente es la palabra y cómo es débil para expresar mi concepto!", y ese sentimiento puede hacerse extensivo a toda la cántica.
  El poema concluye con la palabra "estrellas", que es la misma con la que concluye el Purgatorio, una muestra más de la simetría exterior que se corresponde con la ordenada arquitectura interna.
Extraído de:

Torres, Teresa y Carriquiry, Margarita. Dante. Editorial Técnica s.r.l.