Grupo 5° Humanístico 1 Liceo N° 1 Dr. Alfonso Espínola
REGRESO
AL AQUERONTE
Caronte:
Escuchad en qué situación nos encontramos. Pequeña es, como veis, la
barquichuela de que disponemos, está un tanto carcomida, hace agua por casi
todas partes, y, si se inclina a uno u otro lado, irá boca abajo. En cuanto a
vosotros, ¡sois tantos los que habéis llegado a un tiempo, todos con abundante
equipaje! Si embarcáis con ello, temo que os arrepintáis después, especialmente
todos aquellos que no sabéis nadar.
LUCIANO,
Diálogos de los Muertos, X.
Lo volvió a ver desde lo
alto de las dunas; recién entonces reparó en el color violáceo que contrasta
con el ocre pálido de las colinas de arena, que parecen inmóviles, pero que son
empujadas muy lentamente por el viento débil e incesante. Le pareció un vino
derramado y triste. Si alguien le hubiera preguntado antes por el color del
río, no hubiese sabido contestar con certeza, pues conservaba un recuerdo
borroso. Habría dicho que era pardo, o gris oscuro, o un agua sucia de color
indefinido en la que flotaban restos de naufragios. Pero jamás color de vino.
Tal vez había cambiado con el tiempo. El viento rizaba apenas la superficie.
Linfa espesa, río muerto, casi pantano. Si no fuera por los maderos que se
movían pesadamente hacia la curva pronunciada en la que el río desaparecía tras
las dunas, se diría que no tenía corriente. Verlo otra vez, no le produjo ni
pena ni alegría; tampoco sintió demasiada curiosidad por averiguar quiénes eran
aquellos que se agolpaban en la otra orilla a la espera de la barca. Abundaban
los rostros ensangrentados y cubiertos de vendajes, los cuerpos mutilados.
Algunos estaban completamente desnudos, otros, envueltos por largas capas. Los
veía con nitidez a pesar de la distancia. Desde que se encontraba allí sufría
de miopía como todos los que han cruzado el río. Por eso no podía distinguir
con claridad los detalles próximos. A menos de tres brazas los rostros se
desdibujaban por completo, pero a medida que aumenta la distancia, los
contornos se aclaran, aunque ya no es posible reparar en los detalles. Todos
parecen tener la misma cara, la misma voz, el mismo color terroso.
Hubiera jurado que la
distancia entre una y otra orilla era mayor, al menos eso le había parecido
cuando esperaba la barca. No podía imaginar cuánto tiempo había transcurrido
desde entonces. Cinco, diez, veinticinco años… Carecía de referencias; había
perdido la noción del tiempo.
El cruce lo había hecho
en compañía de un leproso, una monja, una madre muy joven con su hijo recién
nacido, dos prostitutas, un sastre de París, un sodomita calcinado, un banquero
de Granada, una niña que cantaba loores a la Virgen, y algunos otros que había
olvidado. Él fue el único poeta en ese viaje. A pesar de los esfuerzos enormes
del barquero gigantesco, inexpresivo y pálido, la barca apenas se movía. La
ansiedad por alcanzar la otra orilla para emprender el largo camino que lo
condujera ante la presencia de la Amada, le hizo pensar que jamás llegaría a la
playa, siempre distante, rodeada por altas dunas. Mientras la niña repetía hasta
el cansancio su breve repertorio de loores, el poeta repasaba mentalmente el
mapa del otro mundo, círculo por círculo, en cuyo relevamiento había perdido
los mejores años de su vida, hurgando aquí y allá, sin desdeñar las fuentes
griegas ni las musulmanas, en procura de datos fidedignos. Contrariamente a lo
que había soñado alguna vez, nadie lo guiaba. El barquero, solícito en
contestar cualquier pregunta que le hicieran, le aseguró que no necesitaría
guía. Pensó el poeta que el camino no ofrecería demasiadas dificultades, y que
ascendería a la Luz y a la visión arrobadora, poco a poco, y durante el tiempo
necesario para purificar el alma.
Por fin llegaron. Los
viajeros se dispersaron entre las dunas, pero el poeta se detuvo en la playa,
la mirada clavada en una huella de la niña que se alejaba cantando. Con el
mentón apoyado en una mano, dedicó sus primeros pensamientos a la Amada que lo
esperaría en la cima del Purgatorio. Emprendió la marcha, lo recordaba bien,
detrás del leproso que, con los brazos extendidos, invocaba a San Francisco.
Cuando el leproso desapareció en una hondonada, el poeta volvió a sentir el
placer de la soledad. Advirtió una leve molestia en los ojos, los cerró en
procura de alivio, y repasó una vez más el itinerario que habría de seguir. Al
abrirlos, comprobó que su visión de las cosas próximas (su túnica, sus
miembros, la arena que pisaba), había disminuido considerablemente. Lo
interpretó como un anuncio de que, en adelante, solo la visión de lo distante y
elevado era lo que importaba, sin sospechar que eso llegaría a ser la causa de
sus principales angustias. Traspuso varias dunas, entre los que vio algunos
grupos silenciosos; se acercó a ellos, pero a medida que se aproximaba se le
iban borrando los rostros. Preguntó por el camino, pero nadie entendía su
lengua. Más adelante encontró a un anciano sentado sobre un montículo, que le
contestó en latín que no había camino. No le creyó, y continuó la marcha hasta
las últimas elevaciones desde donde divisó la llanura, la interminable llanura
cubierta por una multitud abigarrada, como jamás hubiera imaginado. Algunos
permanecían inmóviles, otros, tal vez los recién llegados, se movían con afán
en busca de alguien. Un rumor, como el de un trueno distante y prolongado,
subía hasta el poeta para ahogarle las esperanzas. Ella estaba entre la
multitud, sin duda, ¿pero cómo encontrarla? Envidiaba a los pocos que
permanecían abrazados, eternamente abrazados después de un encuentro fortuito.
Más allá del horizonte lívido, apenas visible a la luz mortecina e invariable,
de origen desconocido, la muchedumbre se extendería hacia límites
insospechados. Descendió deprisa para confundirse con la humanidad pretérita, y
anduvo y anduvo sin que en su corazón se disipara totalmente la esperanza de
encontrar a la Amada. Iba gritando su nombre; muchas mujeres acudieron, y
aunque no distinguía sus rasgos, no tardaba en comprobar que no era ninguna de
aquellas. Caminó, no supo cuánto, porque no era posible medir ni el tiempo ni
el espacio, caminó hasta que la muchedumbre fue raleando; hasta que dentro del
círculo del horizonte no hubo más que medio centenar de almas, luego fueron
veinte (podía contarlas sin dificultad); hasta que no hubo más que él y una
figura encorvada que se perdía a lo lejos. Cuando quedó completamente solo en
medio de la llanura, quiso rezar, pero no supo a quién.
Siguió caminando sin
rumbo. Era lo mismo que quedarse inmóvil. Para sobrellevar el tedio, repasaba
verso a verso su geografía rimada del otro mundo, el que él había
imaginado y tuvo por cierto durante su vida terrena. Solo había acertado en lo
que tenía que ver con el río y el barquero. Jamás hubiera soñado que lo
esperarían una muchedumbre sin rostro y un desierto.
Anduvo sin parecerle que
andaba, hasta que divisó a, lo lejos a un hombre que corría perseguido por
otro. La distancia entre ambos era constante, aproximadamente media milla.
Corrían en amplios círculos sin alcanzarse. Cualquiera de los dos podía ser el
perseguido o el perseguidor. El poeta llegó a contar ochenta y siete vueltas
antes de que se perdieran en cualquier punto del horizonte. Supuso que serían
Caín y Abel.
Más adelante aparecieron
otras figuras aisladas y, luego, grupos más numerosos hasta que volvió a
encontrarse en medio de la muchedumbre. Cuando advirtió que algunos caminaban
afanosamente en el sentido contrario al que llevaban sus pasos, se dio cuenta
de que se hallaba cerca del Aqueronte.
Lo volvió a ver desde lo
alto de las dunas. Nada había cambiado – creyó al principio - , desde aquel
viaje en que la niñita cantaba loores y el leproso se consolaba comprobando la
inmaterialidad de sus llagas. Bajó hasta la orilla y reconoció la barca que lo
había traído, con un rumbo en el casco, cerca de la proa. Los restos de otra
barca, con el mástil quebrado y la vela hecha jirones, emergían de la arena. A
esa la recordaba bien. Ya estaba allí cuando llegó desde la orilla opuesta,
donde ahora se agolpaba una multitud en la que abundaban los cuerpos
ensangrentados o mutilados. Se preguntó cómo harían ahora para cruzar el río.
Acaso el barquero había abandonado su penoso oficio al quedarse sin barca; tal
vez tenía otra y seguía una ruta diferente, pues las dunas habían avanzado
sobre esa parte de la costa. En efecto, la otra barca no tardó en aparecer por
un recodo. Era más grande y oscura que las otras y tenía casco de metal.
También un mástil, pero la vela no era de tela sino de humo. No acertaba a
explicárselo. El barquero parecía el mismo, tan pálido e inexpresivo como
antes. Pero no empuñaba el remo, sino que iba parado en la popa, haciendo girar
lentamente una rueda vertical. De pronto el poeta sintió un estremecimiento;
era la primera emoción que experimentaba desde que el cura le había
administrado la extremaunción: sobre el casco oxidado creyó leer el nombre de
la Amada. El lapso que demoró el barquero en recoger a los desdichados y
volver, le pareció la eternidad. Caminó hasta el lugar donde supuso que
desembarcarían. Lo animaba el deseo de develar el misterio de aquel nombre.
Apenas el barquero echó
el ancla, los más jóvenes, sin esperar que fuera colocada la rampa entre la
borda y el muelle de madera, se descolgaron por los costados y, con el agua
hasta la cintura, avanzaron hacia la playa, queriendo ser los primeros en subir
a las dunas para ver el paraíso. Ninguno de los que se detuvieron un momento a
contemplar el contorno entendió cabalmente los términos con que se expresaba el
poeta, aunque más de uno parecía hablar la misma lengua. Por un romanista
alemán que se lo explicó en un latín impecable, el poeta se enteró de que
Europa se hallaba asolada por una contienda sangrienta. Se asombró al oír el
año de la fecha: 1916. Habían transcurrido seis siglos.
Sin responder a las
preguntas del profesor, se internó en las aguas con las manos extendidas hacia
el nombre en relieve. Pero a medida que se acercaba las letras se volvían
borrosas para confundirse en una mancha larga y blanquecina. Las repasó una y
otra vez con los extremos de los dedos, y comprobó al fin que no era el nombre
de la Amada, sino el de una estrella de la constelación de Orión: Bellatrix.
Aquel nombre palpado alimentó sus sueños. Avivó en su mente el gusto por los
símbolos.
Amó la nave y le pidió
al barquero que lo dejara quedarse en ella. Su asombro fue inmenso al enterarse
de que la nave no era impulsada por el viento ni por el remo, sino por el
prodigio de la llama y poder revivir en ella las infinitas imágenes soñadas.
Se sentía dichoso cuando
recorría la playa recogiendo los maderos traídos por el río que descendía del
Océano, y que después eran arrojados por su mano en el fogón de la caldera.
Se hicieron amigos con
el barquero, que nunca había tenido con quien conversar cuando iba a buscar a
los que esperan en la otra orilla.
El barquero recuerda a
cada uno de los viajeros; cuando ambos descansan un poco, después de cada
travesía, sentados sobre el casco roto de la vieja barca, en la que viajó el
poeta y antes la Amada, el poeta le pide al barquero que se la describa. Y el
barquero repite una y otra vez las mismas palabras, y el poeta cierra los ojos
y la ve sentada entre el verdugo y la loca. La joven canta a media voz,
mientras sus dedos juegan con los rizos que caen sobre el sudario. El poeta le
pide al barquero que suprima al verdugo y a la loca; pero el barquero
insiste en que no es posible, porque si no menciona a cada uno, los olvida y si
los olvida es lo mismo que si nunca hubieran viajado con él; de modo que la
loca y el verdugo volverían a aparecer entre los que esperan en la otra orilla,
porque tienen que figurar en la nómina de los muertos que guarda en su memoria.
- Entonces, barquero, no la menciones a Ella. Olvídala, te lo
suplico, barquero.
El barquero guarda
silencio, y echa a andar hacia el vaporcito. Ha llegado el momento de zarpar
nuevamente. Al promediar la distancia entre las dos orillas, el poeta emerge
del casco, se acerca al timón y le dice al barquero.
- Cuéntame, barquero.
Y él empieza a contar.
- Recuerdo que en el viaje crucé a un obispo, tres gibelinos, dos
güelfos, un vendedor de cestas, dos moros, una familia de campesinos, un
príncipe chino, y también un verdugo y una loca. Lo extraño es que entre la
loca y el verdugo había un lugar vacío, y yo nunca permití que quedaran lugares
vacíos entre quienes viajaban en mi barca.
Galmés, Héctor. Narraciones Completas; La noche del
día menos pensado. Ed. Banda Oriental S.R.L. Montevideo. Año 2011
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